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| Diseño: Ezequiel Castellanos Maciá |
Ayer mi hermano Ezequiel, mientras tomaba una mistela servida por Llanos —de la Bodeguilla de Angora— flanqueado por inveteradas tinajas, escribía el Christmas que mandaría después. Al terminar, tomó El Semanal de la Mancha y, al leer el artículo “Crónica de un nacimiento imposible” -La Magia de la Nochebuena en el corazón de La Mancha- de Antonio Leal Jiménez y encontrar mi nombre en él, me lo envió.
Superada la sorpresa, me invadió una profunda sensación de felicidad. Antonio apelaba a mi nombre como símbolo de amistad; ese sentimiento que él decía que permanecía —¡qué pocas cosas tienen permanencia en el ser humano! — guardado en un rincón del alma y que no necesitó ser llamado por el intelecto ni la voluntad, sino que un jarrete de vino y unos cacahuetes - como la magdalena que, al tomarla con té, desencadenó en Proust los recuerdos de su vida en aquella ciudad- hicieron que la amistad aflorara con la evidencia de su felicidad y realidad. Y, como dice Antonio, no nos dejamos llevar por la nostalgia, sino que permitimos que los recuerdos regresaran. Esa es la pura amistad: recrearse y sentir la felicidad de lo pasado sin apegarse a tiempos que ya no existen.
Tras ponernos al día en una charla después de sesenta años de separación física —porque la íntima, la emocional, nunca se pierde— Antonio me acompañó a la estación. Es admirable cómo relata nuestro recorrido; sabe que escribe para todos aquellos a los que los sitios que enumera le son familiares. Por eso lo hace de forma precisa y rápida, con la sola pausa de los signos de puntuación, lo que le concede al lector un pequeño descanso para tomar aire sin distraerle de este paseo por su lejano pasado.
Al menos a mí, su lectura me ha resultado evocadora. He de confesarlo: he obviado los puntos y comas, interrumpiendo la lectura para recordar “la tienda de la Teresa, la farmacia Domínguez, la pastelería de la Rosa o las colas de los cines”. ¡Qué sensaciones! ¡Qué emociones! Como dice la mitología celta, “cuando alguien no recuerda sus vivencias espirituales, estas se encuentran cautivas en objetos inanimados; y cuando pasa junto a estos, aquellas se agitan y se le hacen presentes”.
¡Y llegamos a la estación! Al despedirnos, ambos sabíamos que nuestra imperecedera amistad volvería a reposar en nuestra alma hasta que otro jarrete con cacahuetes la trajera de vuelta. La llegada del tren sumergió a Antonio en un silencio que experimentó de forma diferente. No era el silencio el que había cambiado, era él quien lo había hecho a través de nuestros recuerdos. De vuelta, se sumergió en ese mundo casi mágico que crea el recordar y, sintiendo la Navidad, comenzó a rememorar los tiempos en que nos reuníamos en torno a un Belén.
Le invadió su amor por Alcázar… y se preguntó por qué no podía tener lugar una manifestación de lo divino en una quintería(1) alcazareña.
(Se cuenta que estando cocinando Thales de Mileto - uno de los Siete Sabios de Grecia - y viendo que una persona que venía a visitarle no se atrevía a entrar, le dijo “Pase, que en la cocina también hay dioses”)
Tomó un villancico que sonaba en la Plaza cuando llegaba —“…que recuerda lo que aún puede RENACER”— para introducirnos en la historia que nos iba a contar. Y yo ahora, sin haber solicitado permiso de mi amigo, quería resaltar el ingenioso, elaborado y respetuoso relato que hace de tan magno acontecimiento.
El único espacio libre que Paco y María tienen en la quintería es el establo con heno y paja, donde depositarían a Gabriel al nacer. No es la Estrella de los Magos, sino un farol el que ensalzará con su luz la magnificencia de lo que allí se alberga. Un claxon, tocado por un padre primerizo, evoca al Ángel Anunciador de los pastores. Los Magos ofrecerán como presentes Respeto, Cuidado y Tradición, bienes intemporales que habría valorado la familia de Nazaret.
El único pago por su hospitalidad que fijan Paco y María es que Gabriel recuerde su nacimiento en Alcázar - al Otro se referían como el nazareno-. Y es que el milagro que hizo posible este nacimiento fue la solidaridad de los alcazareños; un mensaje que confían pueda perpetuarse en la persona de Gabriel —como el Amor lo fue en las prédicas del Nazareno— otros dos mil años.
No busco el permiso de mi amigo para decir esto, porque la gratitud no necesita licencia. Gracias, Antonio, por recordarme que nada se pierde si hay alguien que sepa contarlo con tanta verdad. Me subí al tren, sí, pero con el alma llena de esa luz de farol de quintería y el sabor compartido de un jarrete de vino y unos cacahuetes que valen más que seis décadas de ausencia. Me voy con la paz de saber que nuestra amistad, como el buen vino de nuestra tierra, no teme al tiempo, y con el deseo de que ese mensaje de respeto y solidaridad de nuestro Alcázar perdure, en nosotros y en la memoria de Gabriel y de todos nosotros, al menos otros dos mil años más.
Antonio Castellano Maciá
26 diciembre 2025


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