30.9.20

ANÁLISIS ESTRUCTURAL DE LA PORTADA DEL SOL. BASÍLICA MENOR DE NUESTRA SEÑORA DE LOS MILAGROS.


Análisis estructural de la Portada del Sol Motivación. Siempre quise dibujar la fachada lateral de la Basílica Menor de Nuestra Señora de los Milagros de mi pueblo, El Puerto de Santa María, la conocida como Portada del Sol. Deseaba aplicarle un análisis geométrico y mediante interpretaciones icónica y simbólica de sus formas descubrir los posibles mensajes ocultos. Para ello, debía partir de un dibujo a líneas lo más exacto posible. Ahí comenzaron las dificultades pues no se han conservado planos de construcción y realizar un calco sobre fotografías se me antojaba una tarea lejos del rigor exigido; pues, tomar un punto de vista excesivamente bajo, el de la altura a la que colocamos la cámara de fotos, implica una deformación anamórfica difícil de compensar. Para desaparecer la deformación óptica de la perspectiva cónica invertida que realizan las máquinas fotográficas habría que aplicarle una perspectiva óptico-fisiológica inversa (M. Borissavlievitch) 


Obsérvese en la [ilustración 1] la deformación proporcional que sufre el objeto real al ser visionado por un espectador de a pie. El punto de vista del espectador (PV) es el centro de una esfera que hemos representado como Circunferencia sobre la que se proyectan todos los puntos y líneas destacados del objeto real. El resultado es un dibujo esférico deformado que, al ser idéntico al que se produce en nuestra retina, lo consideramos normal. En el caso que nos ocupa, la fachada del Sol, al ser un paramento teóricamente plano o con escasos relieves, la deformación anamórfica es apenas perceptible; exigiendo una aplicación correctiva moderada.   

Para acceder a este notable y exhaustivo análisis estructural, pulsar en: ANÁLISIS ESTRUCTURAL DE LA PORTADA DEL SOL

© Álvaro Rendón Gómez



3.9.20

UN BUEN VECINO. Accésit a Mejor Novela Corta en el XXIX Certamen Calamonte Joven.



El reloj marcaba las 20:00. Calculé que para aquel entonces el avión ya habría despegado. El frío gélido se colaba por las ranuras de la ventana y la lluvia golpeaba la luna de mi coche con un ritmo monótono y adormecedor. Afuera una neblina grisácea dificultaba la vista. Para colmo, no podía dejar de llorar. Poco me importaron las miradas de los curiosos que fijaron sus ojos en mí momentos antes, pero ahora sin espectadores mis lágrimas habían incluso cobrado fuerza. Era totalmente ajena al barullo de los vehículos intentando recoger a sus familiares que corrían precipitadamente para refugiarse de la lluvia. El cabello revuelto y húmedo me caía por los hombros y aunque tenía los ojos vidriosos puestos en la carretera, mi cabeza estaba en otro lugar. En China, concretamente.

Cuando aceptó el desafío no me sorprendió. Orlando y yo somos novios desde hace cuatro años y medio, pero sabía que esto sucedería tarde o temprano. Tenemos formas diferentes de ver la vida. Eso es un hecho. Él, en cuanto lleva mucho tiempo en una ciudad empieza a sentirse incómodo, acomodado. Su ilusión es recorrer el mundo ampliando su gama de sabores para el día de mañana poder trasladarlos a su propia cocina. Así que dirigir un restaurante español durante un año en la otra esquina del mundo fue, sin lugar a dudas, su gran oportunidad. A mí, sin embargo, me gusta asentarme y crear historias desde la mesa del porche de mi jardín. Soy escritora y la inestabilidad altera mi inspiración, con lo que la opción de seguirlo fue descartada de inmediato. 

Minutos antes, durante la despedida, era él quien lloraba desconsoladamente mientras yo me hacía la fuerte. Incluso mi “yo comprensivo” fue capaz de soltar en un tono muy convincente: “tienes que irte, no puedes rechazar una oportunidad así”. Ahora me parecía que esas palabras habían salido solas de mi boca, pues miento si no digo que deseé con todas mis fuerzas ver a un Orlando resquebrajado, corriendo de vuelta a mis brazos al grito de “Laura, no puedo irme sin ti”. Cuánto daño nos ha hecho Hollywood. Evidentemente, no ocurrió así. Contoneó su mano como señal de despedida desde el control del aeropuerto, esbozó una sonrisa temblorosa, a punto de romperse de nuevo y lo perdí de vista. 

Ahora me encontraba conduciendo de vuelta a casa, mirando de reojo el asiento del copiloto vacío y deseando que nadie me preguntase adónde se había ido porque, como era de esperar, no sabía ni pronunciar su ciudad de destino. Hangzhou, cerca de Shanghái o lo que es lo mismo unos 4.500 kilómetros de distancia y siete horas más que en Madrid. Una prueba de fuego para nuestra relación. 

Lo mejor es que voy a conocer China. Dentro de un mes iré a visitarlo y eso alivia la espera. Al menos, eso leí en una revista que alardeaba de conocer “las claves para mantener la chispa”. Según ésta: cuadrar las agendas era vital para la relación. A priori cosa complicada por la diferencia horaria, pero acordamos dedicarnos diez minutos al teléfono todos los días. Exactamente, el mismo tiempo que me lleva caminar desde casa hasta el supermercado más cercano. Luego, están las notas de voz y las fotos que el otro vería cuando le fuese posible y durante el fin de semana, planeamos ver pelis a la vez usando Skype o darle besos a la cámara. Deduje que sería patético vernos desde fuera, pero algo dentro de mí se calmó al dejarlo todo tan atado. Entre las otras claves que animaba a poner en práctica la revista estaban: confiar en el otro, hacer planes a largo plazo y ser detallista. Supongo que enviar una canción al mes se podría considerar un detalle. 
Lo siguiente mejor que esta situación me proporcionaba era descubrir si realmente Orlando era el hombre de mi vida, aquel con el que quiero pasar el resto de mis días. Asusta un poco con solo decirlo. A menudo, cavilo en cuánto tengo que echarlo de menos para poder responder esta pregunta en mi cabeza. Y lo realmente importante que me brinda la ausencia de mi chico es si sabré ingeniármelas sin él. A decir verdad, nunca he vivido sola. Con mis padres, con una amiga en la universidad o con él, pero nunca sola. 

Dejé todos mis pensamientos a un lado, aparqué el coche en mi plaza y entré en casa dispuesta a prepararme un buen baño de agua caliente y sales para aliviar mis deditos ateridos de frío. Una vez estaba envuelta en mi albornoz aterciopelado fucsia pulsé el botón de desbloqueo de mi móvil. Ni una notificación. Nada. Sin noticias de Orlando. Seguía volando. Obviamente, seguía volando. Se dirigía a China, no a Barcelona. Desilusionada como una niña pequeña, me acerqué a la ventana. No había sido consciente de lo larga que se me haría su ausencia hasta ese preciso momento. Miré a través de las cortinas. Farolas pintadas de un verde botella arrojaban un tímido halo de luz a la calle. Todas las casas de los alrededores yacían apagadas, dormidas. Todas, excepto una. La de Víctor Quirán, mi vecino de en frente. Casi al instante, su portón se abrió y salió de casa acompañado de su perro, un gran danés llamado Clio. El animal se acercó a los arriates del jardín olfateando efusivamente todo lo que encontraba a su paso. Víctor se pasó la mano por su barba de cinco días y acto seguido se encendió un cigarrillo. Era un cuarentón soltero que ya vivía en el barrio cuando nos mudamos. Nos ayudó con la mudanza, nos prestaba su máquina cortacésped y en sus repentinos viajes por trabajo, pasábamos por su casa a alimentar a Clio. Fabricaba sus propias estanterías de madera de sauce en un cuartucho de su jardín y viajaba, esporádicamente, a mostrarlas a grandes empresas para su venta. Un hombre robusto y de aspecto campechano, de esos que tienen las mejillas sonrojadas como si les hubiera dado mucho el sol, de los que te caen bien de inmediato. 

De pronto, desvió la mirada hacia la fachada de mi casa y reparó en mí. Di un respingo de forma instintiva. Él me dedicó lo que me pareció que era el esbozo tímido de una sonrisa y alzó su mano en modo de saludo. Hice lo mismo y corrí la cortina. “Estúpida, te ha pillado mirando como una quinceañera”. Me deshice del albornoz y me vestí con un pijama ovejero que Orlando me había regalado por mi cumpleaños. Algo así, como lo opuesto al morbo sexual en todos los sentidos. De repente, el timbre de mi casa interrumpió mi ritual de cremas faciales de antes de irme a dormir. Me quedé quieta. 

¿Qué hora era? ¿La 1:00 de la mañana? ¿Quién llamaba a esas horas? Volví a asomarme por la ventana de mi dormitorio, pero desde ahí no podía divisar bien el porche. Tampoco vi a Víctor ni a Clio. Seguramente serían ellos, aunque la hora me seguía pareciendo fuera de lugar. Bajé los escalones de dos en dos, miré por la mirilla y comprobé como, efectivamente, Víctor daba la última calada a su cigarro. Abrí. 
- Me pareció verte por la ventana – dijo, con una amplia sonrisa. Clio apoyó sus patas delanteras en mis rodillas contoneando su rabo. Acaricié su cabecita. - ¿Se ha ido ya Orlando? 
- Sí, de hecho vengo del aeropuerto – contesté haciendo una mueca con la boca. 
- No te preocupes, mujer. Hoy en día con las nuevas tecnologías será como si lo tuvieras en el sofá de casa. – Me limité a responder con una risita nerviosa. – Pensaba acercarme mañana a comentártelo, pero al ver que estabas despierta… Me ha surgido un trabajillo y tengo que estar fuera una noche… 

- Claro, no hay problema – lo interrumpí – Clio y yo somos muy buenos amigos – “Y me llena continuamente de babas”, añadió una vocecita en mi interior. 

- Perfecto, muchas gracias. Te dejo la llave donde siempre y pasas a verlo. – Asentí con la cabeza en señal de aprobación – Y si necesitas algo no dudes en llamarme. 
- Muchas gracias, Víctor. Buenas noches. 
- Buenas noches, Laura. Y perdona por la hora. “Un buen vecino”, pensé. 

A la mañana siguiente, sin noticias aún de Orlando, me senté en mi butaca de mimbre favorita frente a un gran tazón de café y el boceto de lo que debía ser a finales de año mi nueva novela. Al menos, según la editorial porque según yo solo eran palabrejas sueltas sin ningún valor. Ésta vez el plazo de entrega me estaba apretando demasiado. Oculté mi cara entre las manos y solté un profundo suspiro, pero nadie vino a darme una palmadita. Ahora era una chica independiente y vivía sola. Y así sería por un buen tiempo. 

Necesitaba un respiro, así que crucé la calle en dirección a la casa de mi vecino. Levanté el felpudo, recogí una pequeña llave de latón que introduje en la cerradura y la puerta cedió. Un Clio desesperado se abalanzó sobre mí. Movía el rabo a tal velocidad que creí que se levantaría dos palmos del suelo volando. Solté una risita complaciente acariciándole el lomo y miré a mi alrededor. La casa de Víctor Quirán parecía un hotel rural. Las paredes forradas de estanterías impregnaban el lugar de un olor a madera inconfundible. Sin mucho rodeo, me acerqué al mueble de debajo del fregadero y encontré el saco de pienso del perro. Éste seguía mis pasos eufórico. Eché agua y comida en sus cuencos, pero lejos de calmarlo solo conseguí que se pusiera aún más nervioso. Entonces, trajo entre sus dientes una vieja pelota de tenis y la dejó ante mis pies. 
- ¿Quieres jugar? – inquirí en un tono divertido. 
Cogí la pelota y la lancé con todas mis fuerzas. Al momento, vi el desastre ante mis ojos. Un jarrón de cañas de bambú hecho añicos y toda su agua invadiendo la alfombra del salón. Un par de libros esparcidos y una caja volcada que desperdigó todo lo que contenía en su interior. El último estante de la estantería principal completamente vacío me devolvía la mirada. “Bravo, Laura”. Entonces, algo húmedo me tocó los nudillos. Era Clio. Traía de vuelta la pelota y mi corazón en un puño. 

Reaccioné de inmediato. Lo primero era salvar los libros y todo lo que había salido disparado de la caja, antes de que el agua del jarrón se lo tragara todo. Una vez, la bibliografía de J.R.R. Tolkien y el libro de recetas estuvieron a salvo, empecé a recoger el resto de papeles. Los fui secando con mi pantalón y dejando en la mesa. Entonces, me detuve unos segundos y mis ojos se abrieron como platos. Comencé a barajar lo que me parecieron planos del jardín de aquella misma casa. Y fotos, infinidad de fotos y de recortes de revistas. Mujeres con la cara cubierta con una bolsa y vestidas de cuero negro. Yacían tumbadas en una postura fetal con las manos amarradas por detrás de la espalda. Me quedé paralizada mirando como a una le caía por el labio un hilillo de sangre hasta que el sonido de mi móvil casi hizo que me diera un infarto. 
- ¿Sí? 
- Laura, cariño, ¿cómo estás? No he podido llamarte antes. Hasta ahora no he llegado al hotel – contestó un Orlando dulce, cariñoso y a miles de kilómetros de mí. 

Decidí no contarle nada. Supuse que descubrir el porno pervertido y retorcido del vecino no era el mejor indicador de tener todo bajo control tras su marcha. Una vez colgué, recogí y coloqué en su sitio todo lo que había volado y me quedé unos segundos sentada en el sofá con algo entre mis manos. Era un mapa del jardín de Víctor Quirán. Un mapa que esbozaba algo que nunca antes había visto. Un sótano debajo del viejo cobertizo en el que Víctor fabricaba sus estanterías. Quizá era solo un dibujo, pero fuera lo que fuese no podía marcharme sin echar un vistazo. 

Sabía donde guardaba la llave. Había entrado un par de veces en su garaje para coger prestado el cortacésped y conocía la existencia de un cuelga llaves junto a la puerta. No fue difícil adivinar de cual se trataba. Era una llave enorme y desgastada. Salí al exterior, dejando al perro dentro de casa. Aunque estaba anocheciendo las nubes no se habían retirado y aprecié que pequeñas gotas de una tímida llovizna comenzaron a perlarme la frente. Crucé los brazos para darme calor y me dirigí apresuradamente al cobertizo, a unos diez metros de la casa, en una esquina de la parcela. Era un cuartucho de madera bastante deteriorado. El cerrojo se abrió sin problemas. Eché un vistazo a mi alrededor y, sin mucho miramiento, entré. 

Los ladridos de Clio apenas se oían desde allí. Encendí una bombilla que colgaba del techo e hice un reconocimiento visual del lugar. Como en el resto de la casa, el olor a madera de sauce inundó mis pulmones. Y algo nuevo: barniz. Tanto es así, que tosí inconscientemente. Me encontraba en un mini taller repleto de serrín. Las paredes estaban cubiertas de herramientas y en el centro una gran mesa de madera y un viejo sofá color miel. Al momento, me sentí una estúpida. Por supuesto, era un taller. Solté una risita nerviosa, de alivio, y me dejé caer en el viejo sofá. Un gran crujido me hizo ponerme en alerta. Alcé mis pies y volví a dejarlos caer en el suelo. Y allí estaba: el mismo crujido otra vez. Con el ceño fruncido me puse de rodillas y acerqué mi oreja a la alfombra que cubría las tablas de madera. Guiada por una repentina corazonada, agarré de un extremo la alfombra y tiré de ella, destapando lo que ocultaba. Una trampilla. 

Sentí que los vellos de mi cuerpo se erizaban. Una extraña sensación de inquietud me recorría las venas. Tiré de la anilla y tras una oleada de polvo se alzó. Cubrí mis ojos con el antebrazo para protegerme de las pelusas que se habían levantado y luego, eché un vistazo a su interior. Oscuridad. Suerte, que llevaba el móvil encima. Activé la linterna y contemplé una escalera vertical de hierro, bastante oxidada, que bajaba unos tres metros. Tuve el instinto de cerrar aquella trampilla y marcharme sin volver la vista atrás. Orlando diría que estaba siendo una histérica, que ya estaba de nuevo creyéndome Lara Croft, pero él no estaba. Estábamos el cobertizo y yo. Y aquella trampilla a la que, por supuesto, pensaba bajar. 

Al poner mi bota en la primera barra supe que la decisión ya estaba tomada. Fui descendiendo sigilosamente y con cuidado. Sentía la adrenalina en mi cuerpo y las palpitaciones de mi corazón bajo mi jersey de lana. Al posar los dos pies en tierra firme arrojé un poco de luz con la linterna de mi móvil. Era un pequeño sótano con las mismas dimensiones que el cuartucho de arriba que lo ocultaba, solo que éste no era de madera ni mucho menos. Me encontré rodeada de paredes y suelo de cemento sin ni siquiera pintar. A un lado una endeble cama con sábanas que algún día fueron blancas, pero que ahora lucían un tono amarillento, quizá fruto del tabaco o del tiempo, un váter sacado de una película de terror y una placa ducha mugrienta. Nadie en su sano juicio podía ducharse allí. No sin antes ponerse la inyección del tétano. El olor era insoportable. Tuve que cubrirme con la manga del jersey. Sentía un cosquilleo constante en mi estómago. Y entonces la vi. Una foto pegada en la pared frontal. Me acerqué para analizarla de cerca. Mostraba el rostro de una chica bastante demacrada y escuálida, de unos treinta y tantos. Tenía en la boca una mordaza de cuero y ojos febriles perdidos. Presentaba arañazos en las mejillas entumecidas por el frío y un aspecto inhumano. Y de pronto, sentí miedo. El más puro miedo experimentado en mis entrañas. No era una foto como las del salón. Ésta no había sido recortada de ninguna revista depravada. Ésta era real. Entonces, me percaté de que tenía algo escrito en una esquina y leí entre dientes: “Catalina Sigler, la esclava de Víctor”. El corazón me dio un vuelco. No me hizo falta volver a releer aquellas palabras. Ipso facto, subí las escaleras de vuelta al cobertizo, devolví la llave al garaje y regresé a mi casa como si mis piernas anduvieran solas. Al entrar, cerré la puerta y eché la llave. No estaba segura de qué había encontrado ni tampoco de si quería seguir husmeando, pero una cosa estaba clara: ya no me sentía segura en mi propia casa. 

Pasé la noche en vela y a las 7:00 de la mañana me levanté porque era inútil seguir dando vueltas en la cama. Abrí la conversación de Whatsapp de Orlando y escribí: “Buenos días, cariño.” Aunque al instante recordé que allí habría amanecido ya hacía varias horas. “Ponte en contacto conmigo en cuanto puedas. Tengo que contarte algo, es urgente.” Volví a bloquear el móvil y sin tan siquiera desayunar me acerqué a mi portátil. Orlando estaría liadísimo yendo y viniendo a reuniones importantísimas y comiendo sushi y grillos fritos. Tenía que buscarme la vida yo misma e Internet me ayudaría. 

Abrí el buscador y tecleé aquel nombre: “Catalina Sigler” y luego, sin saber muy bien porqué escribí “desaparecida”. Al momento, aparecieron un millón de resultados. Bajé el cursor al tercero de ellos, un artículo de la hemeroteca de un periódico local que rezaba: “La desaparición de Catalina Sigler deja a todo Madrid compungido”. ¿Cuándo había sido aquello? No recordaba el caso. “Diciembre de 2015”, leí en la parte superior del escrito. Hacía cuatro años. Aún no me había mudado allí para entonces. Arrugué mi frente y, absorta en la lectura, deslicé el cursor por la página. De pronto, la foto de una mujer rubia de sonrisa despampanante me hizo detenerme. ¿Era la misma que había visto en la fotografía del sótano? Era difícil saberlo, pues su aspecto jovial y alegre difería mucho del estado deplorable que lucía en la foto del cuartucho. ¿Había sido aquella chica “la esclava de Víctor”? ¿O es que mi vecino era un degenerado sin escrúpulos y se puede ser “esclava” voluntariamente? ¿Acaso tenía algo que ver con su desaparición? 

El rugir de un motor afuera llamó mi atención. Me apresuré a acercarme a la ventana del salón y pude ver como el susodicho aparcaba su camioneta en su plaza. Luego, sacó una enorme caja de cartón alargada de la parte trasera y con la ayuda de un carrito la llevó al cobertizo. Al parecer, no había tenido suerte y traía la estantería de vuelta. “No ha conseguido venderla, eso es todo”, me repetí en mi cabeza. “Te estás dejando contagiar por esta locura, es una estantería, por dios. ¿Qué otra cosa puede ser?”. Por alguna razón, me quedé mirando a través del cristal. Al cabo, de unos minutos, salió del cuartucho y entró en casa. Exhalé un suspiro y comencé a deambular por el salón. 
¿Dónde diablos estaba Orlando cuando se le necesitaba? Ah, sí, en China. 
Entonces, sonó el timbre. Creí que moriría de un micro infarto. Dando dos grandes zancadas llegué ante la puerta y miré por la mirilla. Era él, mi vecino. Respiré hondo como si fuera a zambullirme un par de minutos bajo el agua y abrí la puerta. 
- Oh, has llegado temprano. ¿Qué tal el viaje, Víctor? – titubeé, intentando aparentar normalidad. 
- Todo un éxito – contestó, fingiendo educado interés en la conversación - ¿Todo bien con Clio? ¿Te ha dado algún problema? 
- Para nada, todo bien – contesté con una media sonrisa. 
- Puedes decirme la verdad, ¿lo sabes? – Entonces el silencio se dilató. Seguramente fueron dos segundos, pero a mí me pareció una eternidad. Víctor alzó las cejas. “Lo sabe, ¡maldita sea, lo sabe! Sabe que he metido mis narices donde no debo”. Unas nauseas intensas se adueñaron de mi estómago. 
- Víctor, yo... – logré balbucear. 
- El perro ha roto algo – me interrumpió. – He visto restos de cristal en la alfombra del salón. – Negó con la cabeza. – No te preocupes, se pone nervioso cuando no estoy. – Me puso la mano en el hombro y lo acarició levemente. – Supongo que todos nos ponemos algo tensos cuando quien queremos no está, ¿verdad? 

No supe qué contestar. Me quedé muda. Entonces, dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Me costó volver en mí y procesar toda la información. Aquel juego de palabras no había sido al azar. Sospechaba de mí como yo de él. Y entonces lo supe: Víctor Quirán escondía algo. Lo observé hasta que se perdió tras las paredes de su casa y volví a cerrar con llave. 

- No sé cuantas horas estuve vigilando la casa desde la ventana de mi dormitorio. Tal vez, estuviera actuando como una lunática, pero mi intuición me decía que algo realmente malo sucedía bajo tierra en la parcela de mi vecino. A decir verdad, o Catalina Sigler practicaba el sado antes de su desaparición o mi vecino era un depravado delincuente. Eso conducía a otras dos opciones: yo estaba en peligro o estaba de manicomio. Una de dos. Y Orlando sin dar señales. Entonces, Víctor salió de casa, montó en su camioneta y lo perdí de vista. Unos segundos me bastaron para tomar una decisión. Era el momento. Cogí mi móvil y activé el micrófono en la conversación de Orlando. Tras grabar una nota de voz, corrí hacía la caja de herramientas y me hice con un martillo. Me pareció mejor que la llave inglesa en caso de necesitar defenderme. Estiré mi cuello de lado a lado, inspiré aire profundamente y salí de casa. 

- No sabía a dónde había ido Víctor ni, por tanto, el tiempo del que disponía, así que corrí hacia el felpudo de su casa, cogí la llave y entré sin problemas. Clio ladró un par de veces y al reconocerme se acercó a babearme las rodillas. Repetí el ritual: fui al garaje para coger la llave del cobertizo y, una vez con ella, me dispuse a abrir el cerrojo. Y, una vez más, cedió tras un molesto chirrío. La caja de cartón alargada que había cargado en su camioneta estaba allí y estaba abierta. Miré a mi alrededor, pero no me pareció que hubiera una estantería que antes no estuviera. Mala señal. La alfombra que escondía la guardilla estaba a medio levantar. Tragué saliva, la aparté y tiré de la anilla. A duras penas fui iluminando con la linterna de mi móvil hasta que puse los pies en el frío cemento del sótano. Y, de nuevo, aquella bofetada de olor a heces y humedad. Una mezcla entre armario cerrado y granja de cerdos. Entonces, mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude ver con claridad. 

- Una chica de aspecto frágil e indefenso yacía tumbada de costado en la mugrienta cama. A juzgar por su postura estaba inconsciente. Tenía las manos atadas por la espalda y un pañuelo cubriéndole la boca. El pelo encrespado le tapaba un ojo. Tenía la boca entreabierta y manchada de sangre. Le habían golpeado violentamente. Aquella no era Catalina Sigler, era una nueva esclava. De repente, las piezas encajaron en mi cabeza como si de un puzle se tratara. Con el corazón encogido y los ojos llorosos, saqué mi móvil. Sin señal. Tenía que salir fuera para poder llamar a la policía. Me dispuse a volver a subir la escalera cuando de un manotazo me impulsaron, de nuevo, hacia dentro. Volé medio metro e impacté contra el duro suelo de cemento. Pequeñas gotas de sangre me resbalaron por la sien. Víctor Quirán avanzó hacia mí con el rostro desencajado. Lo había descubierto. Y él me había atrapado en su jaula para conejos. Gateé hacia atrás, intentando alejarme lo más rápido posible, pero estaba en un cuadrilátero minúsculo. Cuando lo tuve apenas a unos centímetros atisbé cierta satisfacción en su rostro. Llevaba entre sus manos mi martillo. Entonces, sentí que me elevaba del suelo. Una sensación de vértigo sin precedentes. Casi sin respiración. Terror. Apreté los ojos con fuerza y pensé para mis adentros: “ojalá acabe pronto”. Me cubrí el rostro con los antebrazos. 
- No, por favor... – rogué. 
- No has debido bajar aquí, Laura. 

Ansié un golpe rápido y preciso. Sentí la brisa del movimiento. Aquel hombre fornido alzando el martillo para posteriormente dejarlo caer sobre mi cabeza. Y entonces, escuché el chasquido, el fuerte golpe, un nauseabundo crujido, un inmenso dolor y me desplomé, sin más. 

Mientras tanto, al otro lado del mundo, un Orlando ilusionado por su nuevo proyecto y con ganas de contárselo a la mujer de su vida, cogió el móvil y se encontró con un audio sin oír de Laura: 

- “Orlando, estoy desquiciada, he intentado dar contigo – el chico, extrañado, se apartó a un lado de la sala para escuchar mejor. Laura sonaba fuera de sí. – He descubierto algo extraño en casa de Víctor Quirán. Creo que es siniestro y que algo malo va a pasar. Te envío este audio porque voy a ir a su casa. Tengo que comprobarlo. Ya sé que siempre me dices que no soy Lara Croft, pero no puedo quedarme de brazos cruzados. Tengo que hacer esto para vivir tranquila mientras tú no estás. Si no vuelves a contactar conmigo llama a la policía. Te quiero”. 
Blanca Cabañas Fernández
2019 

VIVIR: Ganador del VIII Concurso de Projecte LOC de Cornellá de LLobregat.

  


Llovía a cántaros. Llevaba así desde primera hora de la mañana y no parecía que fuera a escampar en todo el día. Las azoteas de los edificios apenas se veían a través del chaparrón. Desde el ventanal de la casa, Maribel miraba hacia la fortaleza de La Mota sin llegar a atisbarla. Abajo, los coches circulaban a toda prisa intentando llegar a sus casas a la hora del almuerzo. Se acomodó en el sofá de cuero negro, se colocó las gafas de leer y cogió de la mesita una conocida novela. La protagonista se había mudado a una casa espectacular, elegante y minimalista. Un lugar para empezar de cero y ser feliz tras romper con su anterior pareja. Ahora, había conocido a un atractivo y enigmático arquitecto que bien parecía sacado de Cincuenta Sombras de Grey y la transportaba a las estrellas. ¿Por qué no podía ser ella como aquella joven? Arriesgarse y pasar página era una de las opciones. La otra, volver a intentarlo una vez más. 

Aprovechando que estaba sola en casa se acercó con paso vacilante al despacho de su marido. Era muy reacio a que lo molestara cuando se encontraba trabajando en él y a Maribel empezaba a picarle la curiosidad. Puede que allí encontrara las respuestas que buscaba. Los errores de su matrimonio. La visión de su retraído marido. Miró el reloj. Aún faltaban un par de horas para que saliera de trabajar más el tiempo que tardara en llegar en coche. 

Tan solo unos minutos le bastaron para salir tras un portazo de la casa que había estado compartiendo con él. Se montó en su coche y condujo hasta casa de su amiga Nieves. Las lágrimas le caían por las mejillas sonrojadas, pero no eran lágrimas de pena o sufrimiento, eran de rabia. Golpeó el volante con los puños cerrados y profirió un grito encolerizado. Mientras ella lo había estado intentando todo para reavivar la llama: lencería fina y sugerente, terapia de pareja, cenas estrambóticas y ser más amable de lo normal; él se había estado acostando con una mujer en su propia casa. Entonces, todo cobró sentido. Las horas que su marido pasaba de más en el periódico, su falta de apetito sexual y su desinterés por ella. El odio la reconcomía. 

Entró sollozando desconsoladamente, mientras Nieves la observaba boquiabierta. En todo momento pensó que su amiga vivía en el paraíso y de pronto tenía ante sus narices a un despojo humano limpiándose los mocos con la manga de una camisa Versace, lo que a ella le pareció el mayor de los crímenes. 
—Por dios, Maribel, usa esto —espetó, ofreciéndole pañuelos de papel. Su amiga contestó con un lloriqueo. 
Por el camino, la había llamado por teléfono y entre los balbuceos había entendido “es un cerdo”. Le bastaron dos segundos para asimilar la información y traducirla en “cuernos”. 
—Me ha estado engañando con otra, Nieves —comenzó, con la respiración entrecortada y una vocecilla de niña de cinco años. 
—Respira, mujer, que te va a dar algo. 
—Uno de los cajones de su despacho estaba cerrado con llave. Te prometo que solo iba a echar un vistazo. No acostumbro a hacer estas cosas. – Su amiga arqueó las cejas, bastante escéptica—. De hecho, el muy tonto guardaba la llave junto a la puerta. —Hizo una pausa como recobrando fuerzas para decir lo que continuaba—. Guarda su ropa interior en el cajón como un pervertido, Nieves. ¡En mi propia casa! Falda de cuero, camisa entallada…. ¡Y bragas de encaje! 
—Por todos los santos —la interrumpió Nieves, santiguándose. 
—¿Qué voy a hacer ahora? —lloriqueó con la cara escondida entre las manos. 

—Le he dedicado toda mi vida. —Su amiga se acercó y apartó las manos de ésta, dejando su rostro húmedo a la luz. 

—¿Cómo que qué vas a hacer? Vivir, Maribel, vivir. —Entonces, retiró las lágrimas de sus ojos vidriosos y se quedó mirando a su amiga—. Y enfrentar la situación, por supuesto. Límpiate la cara y vuelve a casa. Escucha lo que tenga que decirte y suéltale cuatro cosas bien dichas. —Maribel escuchaba atenta con la boca entreabierta, asimilando las palabras. 

Tragó saliva y asintió. Tal vez, tenía razón. Ella podía ser la protagonista de aquella novela. Al fin y al cabo, lo había pensado miles de veces. Hacer la maleta y marcharse. De verdad que sí. Pero la hipoteca. Los engranajes de la vida ordenada. Los amigos en común. Los muebles de la casa. La tranquilidad de un hogar. Las navidades repartidas. Todo la había frenado para no tomar esa decisión. Ahora, la respuesta parecía más nítida en todo aquel entramado de peros. En aquella maleta también cabían todas las cosas que le harían feliz. 

Al llegar vio el coche de su marido aparcado en su plaza y trazando un plan maquiavélico en una milésima de segundo, entró a hurtadillas en su propio piso. La puerta del despacho estaba entreabierta y el halo de luz del flexo salía de la habitación. Su marido estaba allí. Con paso firme avanzó hacia la puerta y asomó la cabecita. Lo que vio la dejó sin respiración. Era ella, estaba allí. Una mujer se miraba en el espejo del despacho con la mano en la cintura. Llevaba tacones y se estaba pintando los labios. Era bastante alta y corpulenta. Algo en ella le era familiar. Y extraño, muy extraño. La miró de arriba abajo y el corazón le dio un vuelco. No podía ser. ¿Qué sentido tendría eso? 
Al momento, aquella mujer se giró y sus miradas se encontraron. Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo había sabido desde siempre. Maribel y su marido mirándose a los ojos. El silencio se dilató y ninguno supo cómo reaccionar durante unos segundos. 

—Gonzalo… —balbuceó. Se puso frente a él, como si de cerca pudiera entender mejor qué estaba ocurriendo. La expresión de su cara era de auténtico pavor, como un niño al que pillan cometiendo la peor de las gamberradas. Entonces, Maribel se armó de valor y pronunció las palabras correctas—. ¿Por qué estás vestido de mujer, Gonzalo? 

Él apretó los ojos y, de pronto, como si acabara de ser consciente de ello se quitó la peluca y la sostuvo en la mano. Cogió aire, como si fuera a sumergirse bajo el agua y miró a su esposa con ojos llorosos. 

—Me siento mujer, Maribel —sentenció. Ipso facto se cubrió la cara y rompió a llorar desconsoladamente. El maquillaje del que con tanto esmero se había cubierto la cara corría por sus mejillas—. ¿Qué voy a hacer ahora, por dios? 

Algo dentro de Maribel se rompió. Su matrimonio. Y al momento, volvió a hacer clic, recolocándose en su sitio y tomó una de las decisiones más difíciles de su vida. Limpió las lágrimas de la persona con la que había compartido media vida, extendiendo el resto de rímel y esbozó una sonrisa cómplice. Posiblemente la más humana de todas. 
—Ahora vas a vivir, Gonzalo. 
Blanca Cabañas Fernández






Blanca Cabañas Fernández

KATCHI. Primer Premio del II CERTAMEN LITERARIO "DOS HERMANAS DIVERTIDA

 

El leve contoneo de la cola de Katchi me despertó de mi ensimismamiento. Retiré la vista de aquella hoja en blanco que intentaba rellenar con palabras vacías y me acerqué a su terrario. Katchi yacía inmóvil, inexpresiva, impasible. Me la habían regalado ese año por mi decimosexto cumpleaños. Toda mi vida había querido tener una iguana y ahora que la tenía me parecía de lo más aburrida. Cogí unas hojas de col rizada y las dejé caer en el interior del recipiente. Ella ni se inmutó. Me deslicé usando las ruedas de mi silla de estudio y volví a postrarme frente al escritorio. La hoja en blanco parecía devolverme la mirada. Esa mañana la profesora de Valores éticos nos había mandado una reflexión a entregar el lunes sobre algo que hubiéramos aprendido de nuestra mascota. Todo el mundo suele tener un perro o un gato que pueden enseñarte el valor de ser leal o independiente, en cada caso. Sin embargo, Katchi era un ser imperturbable que comía champiñones bajo el calor de una bombilla. No se me ocurría, en ese momento, peor castigo que tener que escribir sobre ella. Aún me quedaba todo el fin de semana por delante para pensar qué inventarme, así que cerré el cuaderno y con él mi agonía.


Bajé las escaleras a toda velocidad, cogí un par de galletas de chocolate, me puse el chaquetón azul que tanto me gustaba y me amoldé el pelo como pude. Si había algo que detestara de mí, era mi pelo. Por más que lo peinara siempre volvía a su forma original. Su actividad y la de Katchi eran totalmente contrapuestas. Hasta mi pelo era más activo. Quitando esa traba me consideraba un chico de lo más normal. Cursaba 4º de la ESO, me gustaban los videojuegos y montar en bici. Todos los fines de semana me sentía protagonista de cualquier aventura conduciendo mi mountain bike, Ray

¡No llegues tarde, Daniel! – gritó mamá desde la ventana, aunque yo sólo podía oír ya la brisa en mis oídos.

Mis pies pedaleaban a toda velocidad. Sentía el aire fresco en mi rostro y mi pelo golpeando contra mi frente. La bicicleta me proporcionaba esa libertad que me arrebataba, a su vez, vivir a las afueras de la gran ciudad. Lo único bueno que tenía era el bosque. Un terreno frondoso poblado de árboles recorría los confines del pueblo, que apenas rozaba los dos mil habitantes. Me encantaba perderme por sus senderos, descubrir todos sus rincones y apreciar la majestuosa naturaleza a mi alcance. 

A pesar del frío, el sol azotaba con fuerza. Pude sentir como resbalaban por mi nariz pequeñas gotas de sudor. Era un día perfecto para ir al río que surcaba el bosque. De lejos, pude divisar la casa más bonita de los alrededores. Me dirigí hacia la misma. En ella vivía mi singular compañero de aventuras.
Sebastián me sonrió desde el jardín, montó en su bici y me siguió. Llegó a mi instituto el año pasado y desde entonces siempre se sentaba a mi lado en todas las clases. Al principio, recuerdo que no me pareció muy hablador. Tardé varios días en saber cómo se llamaba, pero el verano pasado nos hicimos inseparables. Descubrí que bajo ese silencio se escondía un chico denodado e intrépido. Era alucinante verlo conducir su mountain bike. Temerario se quedaba corto. Siempre se reía cuando llamaba a mi bici Ray. Nunca entendí como podía ver algo debajo de ese flequillo rubio que siempre le cubría la frente. Y con el tiempo, aprendí a aceptar que tenía la gorra pegada al pelo, pues no recuerdo haberlo visto nunca sin ella. Creo que en su anterior instituto solían burlarse del tamaño de su cabeza y por ello siempre intentaba ocultarla. La verdad es que era un poco grande, pero a mí me daba igual. Tenía muchísimas otras cosas buenas, como la mejor casa del barrio y una bici más ligera que la mía, lo que le hacía ser más veloz. También, era un buen amigo.
Pedaleamos hasta donde el bosque era más denso y los senderos se estrechaban. Nos estábamos aproximando al río cuando algo entre la arboleda llamó nuestra atención. Compartimos miradas incrédulas y salimos de la senda para acercarnos. Un viejo frigorífico reposaba de pie junto al tronco cortado de un vetusto olmo. Nunca antes había estado allí. Ese camino lo recorríamos asiduamente y jamás lo habíamos visto. Debían de haberlo traído. Estaba repleto de pintadas y graffitis de colores. Sebastián se bajó de su bici y comenzó a rodearlo sin quitarle los ojos de encima. Alargó la mano hacia el tirador y lo abrió. Estaba completamente vacío, no conservaba ningún estante. Me miró desilusionado y volvió a cerrarlo. En mi interior me alegré de que no escondiera nada dentro. Dejé apoyada a Ray en el tronco de un árbol y me acerqué al atípico electrodoméstico.

Tiene algo escrito – dije con un hilo de voz. Sebastián me miró frunciendo el ceño. Deslicé mi dedo por la cubierta siguiendo las letras. – “El 14 de octubre de 2011, Sasha Abad fue introducida en este medio de transporte contra su voluntad y nunca más se supo de ella. Para honrar el misterio de su pérdida, repita su sufrimiento.” – Tragué saliva. Era incapaz de dejar de mirar esas palabras.

¿Qué significa? – preguntó Sebastián confuso. No supe qué contestar y guardé silencio unos segundos.
No lo sé – logré balbucear.
Di un paso hacia atrás algo temeroso y perdí el equilibrio con una rama tronchada. Entonces, al fijar la vista en el suelo pude ver huellas de neumático. Posiblemente, así habían traído el frigorífico hasta allí. De repente, el ruido ensordecedor de vehículos a motor aproximándose nos puso en alerta. Cogimos las bicis apresuradamente y nos escondimos detrás de la maleza. Al momento, donde hacía unos instantes habíamos estado absortos frente al inquietante electrodoméstico, se reunieron un grupo de tres adolescentes. Venían en dos ciclomotores que aparcaron junto al olmo. No los conocía. Posiblemente, venían de la ciudad. Eran mayores que nosotros, puede que dos o tres años. El más alto sacó de su mochila un pack de seis latas de cerveza, cogió una de ellas, la abrió y dando un sorbo lanzó el pack a la única chica del grupo que lucía una larga trenza. Ésta repitió el ritual y se lo lanzó al tercero de ellos. 

Éste último dejo el pack sobre el tronco que yacía tumbado y se quedó pensativo mirando el frigorífico.
Vamos, no te lo pienses más – le animó el chico alto. 
Sólo tienes que aguantar una hora dentro. Tendrás oxígeno suficiente.
La chica abrió la puerta y le invitó a entrar haciendo un gesto con su cabeza. El chico no parecía muy seguro, pero finalmente cedió y entró.
Nos vemos al otro lado – dijo.
La chica cerró de un portazo. Di un respingo. Algunas hojas del arbusto se balancearon con mi movimiento. El chico alto se giró rápidamente hacia nuestra posición. Sebastián y yo nos incorporamos al unísono y nos montamos en las bicis. No recuerdo más sincronización con nadie en mi vida que en aquel preciso momento. Pedaleamos como si nos fuera la vida en ello dejando atrás a aquellos chicos, el frigorífico y la historia de Sasha Abad. No volteé la cabeza en ningún momento, estaba demasiado concentrado en no despeñarme en algún desnivel de la senda. A mi lado, podía apreciar la respiración agitada de Sebastián. No podía desprenderme de la imagen de ese chico entrando en el frigorífico ni del mensaje que guardaba su cubierta. Aquellas palabras revoloteaban por mi cabeza. De pronto, sentí como mi rueda delantera golpeaba contra algo y me elevaba por los aires. Momentos después impacté contra el suelo.

Sentí un escozor agudo en la rodilla. Un gran agujero en mi vaquero la rodeaba. El miedo de que me siguieran me hizo incorporarme rápidamente. Volví a subir a Ray y no paré de pedalear hasta que salimos del bosque. Me pareció que el camino era más largo que otras veces, pero posiblemente, hicimos un record de velocidad. Nos bajamos de las bicicletas y esperamos a recuperar el aliento. Sebastián se puso las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia adelante como si así diera más bocanadas de aire.

Creo que no nos han visto – dijo con la voz entrecortada. En ese momento, me percaté de algo.
Sebastián – pronuncié. Él me miró extrañado ante mi reacción – 
Tu gorra.
Se puso las manos en la cabeza y comprobó, consternado, que no la llevaba puesta. Su cara denotó pánico. Probablemente, la habría perdido durante la huída. Habíamos dejado una clara evidencia de nuestra irrupción allí.
Atardecía y comenzaba a hacer más frío. Tuve la sensación de que Sebastián se peinaba el flequillo con mucha frecuencia. Era un poco violento saber que se avergonzaba del tamaño de su cabeza, así que intenté no mirarlo en exceso. Le propuse ir al día siguiente a recuperar su gorra y aceptó, ruborizado. Nos despedimos y volví a casa.

¡¿Qué le ha pasado a tus pantalones?!
Podía oír a mamá despotricando desde mi habitación, pero estaba demasiado absorto en mis pensamientos.
Sasha Abad – susurré, mientras tecleaba en mi ordenador.
Ese nombre se me había quedado clavado en la sien. No encontré nada. Era un fantasma en Internet. Ni rastro. Me dejé caer sobre la cama y perdí la vista en el techo. Mis pensamientos chocaban unos con otros. Giré la cabeza y pude ver cómo Katchi mordisqueaba una hoja de col rizada. Pausada, tranquila. No había pensado absolutamente nada en la reflexión sobre mi iguana, pero eso no iba a arrebatarme el sueño.


Los rayos de sol atravesando mi ventana me despertaron. La lucecita de mi móvil parpadeaba. Tenía algún Whatsapp sin leer.


“No he dormido nada. No dejo de darle vueltas. Ven a buscarme esta tarde.”
Sonreí. Al parecer no era el único loco que no podía sacarse el episodio de la cabeza. O quizás, simplemente, Sebastián tenía extremada prisa en recuperar su gorra y esconderse bajo ella. De igual modo, aquella tarde volveríamos al lugar que tanto me aterraba.

Llegado el momento, me puse mi chaquetón azul, me amoldé el pelo como pude y me dispuse a pilotar a Ray hasta casa de mi amigo. Una vez juntos, pedaleamos hasta un claro del bosque. No habíamos hablado mucho. Lo noté impaciente y expectante. En mi caso, hubiera preferido estar en cualquier otro parte. Seguimos por la senda. A medida que avanzaba sentía como el frío me recorría las piernas. Tenía un pellizco en el estómago. No entendía muy bien porqué nos dirigíamos al lugar del que habíamos huido despavoridos. Llegamos.
Todo estaba como el día anterior, excepto por la presencia de seis latas de cerveza vacías que ensuciaban el paisaje. El vetusto olmo yacía tumbado junto al frigorífico que postrado de pie parecía pavonearse ante nosotros. Sebastián se acercó, yo algo más cauto me quedé un par de pasos más atrás. No sé qué esperábamos encontrar. Puede que al chico que perdimos de vista dentro de él. O quizás ya estaba donde quiera que estuviese Sasha Abad. Agarró el tirador y lo abrió. Petrificados observamos su interior. Allí estaba. Alargó su mano, la cogió rápidamente como si fuera a desaparecer si no lo hacía y se puso su gorra. Lo miré perplejo y él me devolvió la mirada encogiéndose de hombros. Lo único que sabía con exactitud es que no fue ahí donde Sebastián perdió su gorra. Sentí el instinto de salir corriendo, pero no lo hice. Me quede quieto, inmóvil, sin apartar la vista del espeluznante electrodoméstico que aún lucía abierto. No había ninguna marca en su interior de uñas o golpes que indicaran que alguien había pretendido salir de él. Sólo había mugre y oscuridad. La puerta fue cediendo por inercia y quedó entreabierta. El mensaje de la cubierta llamó mi atención, de nuevo.
“Medio de transporte” – murmuré con una voz apenas audible.
¿Qué? – preguntó Sebastián.
“Sasha Abad fue introducida en este medio de transporte” – leí alzando la voz.
Sí, “contra su voluntad” - sentenció, haciendo una mueca de desagrado
con su boca. - ¿Acaso crees que este viejo trasto te lleva a alguna parte?
Mi respuesta fue el silencio.
Nos sentamos en el tronco del olmo y compartimos miradas de desconcierto.
Tal vez, podrías probar con Katchi – insistió – Podríamos traerla y…
Ni hablar – lo interrumpí, volviendo otra vez al silencio.
Perdí la noción del tiempo. No sé cuanto estuvimos allí sentados releyendo la cubierta e intentando darle sentido a algo, pero sólo obtuvimos más preguntas sin respuesta. Me sorprendí con la mirada perdida en una de las latas de cerveza cuando, de pronto, el rugir de un vehículo a motor me desveló de mi embelesamiento. ¿Cuánto llevaba acercándose? Me incorporé rápidamente y quise alertar a Sebastián que paseaba distraído pateando una de las latas. No me salió la voz, tampoco pude mover un pie del suelo. Estaba totalmente paralizado. Sentí un hormigueo en mi estómago. El sonido del motor cada vez era más potente. Sebastián se giró hacia mí con cara de pavor. Un ciclomotor derrapó frente a nosotros y se detuvo al instante. Ahogué un grito sordo. De él bajó un adolescente mayor que nosotros, puede que dos o tres años. Era el chico alto del día anterior.
Le acompañaba la chica de la trenza, que arqueó las cejas al vernos. No parecían sorprendidos. Al contrario, creo que estábamos donde ellos predijeron que estaríamos y me sentí estúpido por ello. Faltaba uno de ellos, el chico que entró en el frigorífico. No supe qué hacer. Sentía que me elevaba del suelo y las orejas me ardían. Estaba aterrado, lo confieso.
Parece que ya habéis encontrado la gorra – soltó el chico en tono burlesco.
Ninguno de los dos dijo nada. La chica profirió una risotada escandalosa. 
Él sacó otro pack de seis cervezas de su mochila. El chasquido de la argolla abriéndose retumbó en mis oídos.
¿Dónde está vuestro amigo? – preguntó Sebastián.
Sé que pretendió ser desafiante, pero lo único que salió de su boca fue un balbuceo casi ininteligible. La pareja de adolescentes se dedicó una mirada cómplice. Nuestro miedo se percibía a kilómetros de distancia.
No está aquí – intervino ella.
¿Quieres ir a buscarlo, cabezón? – añadió él, refiriéndose a mi amigo.
Sebastián y yo cruzamos miradas de espanto. Ojalá hubiera podido escapar volando de aquel maldito lugar, pero algo en mi interior sabía que ya era demasiado tarde.
Todo sucedió muy deprisa. De pronto, el chico alto se lanzó hacía Sebastián y lo empujó hasta el frigorífico. Mi amigo forcejeaba, pero no era lo suficientemente fuerte. Apreté los dientes y corrí hacia ellos. La chica se interpuso en mi camino, me hizo frenar en seco y caí al suelo. Los gritos de Sebastián me hicieron levantarme. Ésta vez pude esquivar a la chica y con el puño cerrado golpeé la espalda de aquel adolescente larguirucho. Me dolió muchísimo la mano. Él volteó hacia mí. Sus ojos estaban repletos de ira. Me levantó del suelo cogiéndome por las solapas de mi chaquetón azul y manteniéndome en el aire dijo:


Sólo tienes que aguantar una hora. Tendrás oxígeno suficiente.
Pude oler su aliento a cerveza. Busqué a Sebastián. La chica lo tenía agarrado por los hombros. Él sujeto, y yo suspendido en el aire. Era difícil comprender cómo habíamos acabado así. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos reflejaban agradecimiento. Yo ocuparía su lugar. Tras un zarandeo, el chico me lanzó hacia el interior del frigorífico como quien tira una bolsa de basura al contenedor.
Nos vemos al otro lado – dijo y cerró de un portazo.
Todo se volvió oscuridad. Un intenso olor a humedad inundó mis pulmones. Oía a Sebastián al otro lado de la puerta gritando y dando golpes. Di una patada, pero el electrodoméstico ni siquiera tembló. Saqué el móvil de mi bolsillo y activé la linterna. Polvo, telarañas y frío. Miré la hora. Sólo tenía que soportar sesenta minutos allí dentro. Luego, me dejarían salir. “Para honrar su pérdida, repita su sufrimiento”, pensé, recordando la cita de la cubierta. Tenía que relajarme y esperar. Era cuestión de tiempo.
¡No te preocupes, Sebastián! – grité – ¡Estoy bien!
¡No me dejan acercarme!¡Aguanta! – oí.
El ruido de afuera se fue apagando. Algo llamó mi atención. Había algo grabado. Casi no se apreciaba. Infinidad de líneas verticales recorrían las paredes del frigorífico. Estaban agrupadas en grupos de sesenta. Había líneas por todas partes. Un acertijo para matar el tiempo, qué bien. Minutos. Cada línea representaba un minuto. ¿Cuánta gente había estado encerrada en ese frigorífico? Sólo pensar en la respuesta me hizo sentir escalofríos. Apagué la linterna y apoyé la cabeza en una de las paredes. Mejor no ver nada. Pensé en el chico que vi entrar en el frigorífico y pensé en Sasha Abad, en dónde estarían, en si estarían bien y en si yo iba a acabar con ellos. Cerré los ojos y me concentré en tranquilizarme. Por momentos sentía que se me acababa el aire o que acabaría desmayado en ese metro cuadrado. Fue la hora más larga y estremecedora que recuerdo.

De pronto, la puerta chirrió y se abrió. La claridad me arañó las pupilas. Sebastián, preocupado, me ayudó a salir.

¿Estás bien? – repetía una y otra vez. – Se han marchado. No me dejaban acercarme a ti.

Miré a mi alrededor y al cielo. Nunca antes las copas de los árboles me habían parecido tan bonitas. El aire en la cara, el rumor del follaje, mis piernas estiradas y oxígeno en mis pulmones. Qué bien. Mi amigo me puso una mano en el hombro.

Gracias – añadió esbozando una sonrisa.
Solté una carcajada nerviosa.
No he ido a ninguna parte – dije frunciendo el ceño – El frigorífico no es un medio de transporte.

¿Y qué es? – intervino intrigado.
Sólo es chatarra – me giré y miré aquel electrodoméstico al que habían convertido en otra cosa. – Tenemos que deshacernos de él –sentencié. Sebastián asintió con la cabeza.

No podíamos quemarlo porque estaba en el bosque ni podíamos desplazarlo, pues era muy pesado. Pero, tampoco hacía falta destrozarlo entero. Sólo teníamos que romper lo necesario. Cogimos ramas del tronco del olmo que yacía tumbado frente a él y golpeamos la puerta hasta que quedó descolgada. Ya nadie podría quedar encerrado entre esas cuatro paredes. Nos quedamos mirando nuestra obra unos instantes y, satisfechos, nos fuimos a casa.

Mamá me notó extraño y especialmente sucio, pero corrí a la ducha antes de que se percatara de nada más. Aquella noche tenía sentimientos encontrados. A pesar de lo horrible de aquella experiencia, sentía que me había superado a mí mismo. Había sabido reaccionar y defender a mi amigo. Me sentía orgulloso. Había sido valiente.

A la mañana siguiente, desperté más temprano de lo normal. Era domingo. Me acerqué al terrario de mi iguana para dejar un par de trocitos de patata dulce. Katchi yacía inmóvil, inexpresiva, impasible, como siempre. Pero algo había cambiado en ella. Su piel. Observé, atónito, los pellejos de piel mudada. Qué pasada, pensé. Le acaricié la cabecita con la yema de mi dedo y me deslicé usando la silla de estudio hacia mi escritorio. Me coloqué frente a la hoja en blanco y comencé a escribir a toda prisa. Las ideas brotaban de mi cabeza con total facilidad. Sabía perfectamente qué había aprendido de mi iguana. Cerré el cuaderno y di por finalizada mi reflexión.

Bajé las escaleras a toda velocidad, cogí un par de galletas de chocolate, me puse el chaquetón azul y me amoldé el pelo como pude. Con mis pies impulsando los pedales de Ray llegué hasta el bosque. No estaba con Sebastián, pero tampoco estaba solo. Me bajé de la bicicleta y la dejé apoyada en un árbol. Cuando había caminado unos veinte metros me detuve. Saqué un brazo del asa de mi mochila y me la coloqué por delante. Abrí la cremallera y Katchi asomó su cabecita. Le dediqué una sonrisa. Sus ojos como platos me devolvían la mirada. La coloqué en el suelo. Durante unos segundos se quedó quieta, cauta, pero, poco después comenzó a andar dando pasitos cortos y muy rápidos. Me quedé estático y observé cómo desaparecía entre la maleza.

Aquella hora encerrado en el frigorífico sentí lo que sentía Katchi en su terrario. Vivir entre cuatro paredes no es divertido para nadie. No soy un reptil como ella, pero aún no siéndolo, es bonito pensar que la piel está constantemente regenerándose y que las cosas que alguna vez me hicieron daño, un día ni siquiera me habrán tocado. Estaba convencido de que ninguna mascota habría enseñado tanto a alguien como Katchi me había enseñado a mí.

El lunes yendo hacia el instituto me crucé con un chico en ciclomotor que me resultaba familiar. Era el adolescente que había visto entrar en el viejo frigorífico. Estaba de una pieza. Me encontré por el camino a Sebastián, que me saludó efusivamente con la mano.

¿Te has enterado que hoy tenemos una maestra nueva que sustituye a la de Valores éticos? – preguntó. Yo negué con la cabeza. – Por lo visto ya vivió antes en el pueblo. – Me miraba excesivamente esperando una reacción.
¿Y? – añadí.
Se llama Sasha Abad.

Blanca Cabañas Fernández
Mayo 2018