El leve contoneo de la cola de Katchi me despertó de mi ensimismamiento. Retiré la vista de aquella hoja en blanco que intentaba rellenar con palabras vacías y me acerqué a su terrario. Katchi yacía inmóvil, inexpresiva, impasible. Me la habían regalado ese año por mi decimosexto cumpleaños. Toda mi vida había querido tener una iguana y ahora que la tenía me parecía de lo más aburrida. Cogí unas hojas de col rizada y las dejé caer en el interior del recipiente. Ella ni se inmutó. Me deslicé usando las ruedas de mi silla de estudio y volví a postrarme frente al escritorio. La hoja en blanco parecía devolverme la mirada. Esa mañana la profesora de Valores éticos nos había mandado una reflexión a entregar el lunes sobre algo que hubiéramos aprendido de nuestra mascota. Todo el mundo suele tener un perro o un gato que pueden enseñarte el valor de ser leal o independiente, en cada caso. Sin embargo, Katchi era un ser imperturbable que comía champiñones bajo el calor de una bombilla. No se me ocurría, en ese momento, peor castigo que tener que escribir sobre ella. Aún me quedaba todo el fin de semana por delante para pensar qué inventarme, así que cerré el cuaderno y con él mi agonía.
Bajé las escaleras a toda velocidad, cogí un par de galletas de chocolate, me puse el chaquetón azul que tanto me gustaba y me amoldé el pelo como pude. Si había algo que detestara de mí, era mi pelo. Por más que lo peinara siempre volvía a su forma original. Su actividad y la de Katchi eran totalmente contrapuestas. Hasta mi pelo era más activo. Quitando esa traba me consideraba un chico de lo más normal. Cursaba 4º de la ESO, me gustaban los videojuegos y montar en bici. Todos los fines de semana me sentía protagonista de cualquier aventura conduciendo mi mountain bike, Ray
¡No llegues tarde, Daniel! – gritó mamá desde la ventana, aunque yo sólo podía oír ya la brisa en mis oídos.
Mis pies pedaleaban a toda velocidad. Sentía el aire fresco en mi rostro y mi pelo golpeando contra mi frente. La bicicleta me proporcionaba esa libertad que me arrebataba, a su vez, vivir a las afueras de la gran ciudad. Lo único bueno que tenía era el bosque. Un terreno frondoso poblado de árboles recorría los confines del pueblo, que apenas rozaba los dos mil habitantes. Me encantaba perderme por sus senderos, descubrir todos sus rincones y apreciar la majestuosa naturaleza a mi alcance.
A pesar del frío, el sol azotaba con fuerza. Pude sentir como resbalaban por mi nariz pequeñas gotas de sudor. Era un día perfecto para ir al río que surcaba el bosque. De lejos, pude divisar la casa más bonita de los alrededores. Me dirigí hacia la misma. En ella vivía mi singular compañero de aventuras.
Sebastián me sonrió desde el jardín, montó en su bici y me siguió. Llegó a mi instituto el año pasado y desde entonces siempre se sentaba a mi lado en todas las clases. Al principio, recuerdo que no me pareció muy hablador. Tardé varios días en saber cómo se llamaba, pero el verano pasado nos hicimos inseparables. Descubrí que bajo ese silencio se escondía un chico denodado e intrépido. Era alucinante verlo conducir su mountain bike. Temerario se quedaba corto. Siempre se reía cuando llamaba a mi bici Ray. Nunca entendí como podía ver algo debajo de ese flequillo rubio que siempre le cubría la frente. Y con el tiempo, aprendí a aceptar que tenía la gorra pegada al pelo, pues no recuerdo haberlo visto nunca sin ella. Creo que en su anterior instituto solían burlarse del tamaño de su cabeza y por ello siempre intentaba ocultarla. La verdad es que era un poco grande, pero a mí me daba igual. Tenía muchísimas otras cosas buenas, como la mejor casa del barrio y una bici más ligera que la mía, lo que le hacía ser más veloz. También, era un buen amigo.
Pedaleamos hasta donde el bosque era más denso y los senderos se estrechaban. Nos estábamos aproximando al río cuando algo entre la arboleda llamó nuestra atención. Compartimos miradas incrédulas y salimos de la senda para acercarnos. Un viejo frigorífico reposaba de pie junto al tronco cortado de un vetusto olmo. Nunca antes había estado allí. Ese camino lo recorríamos asiduamente y jamás lo habíamos visto. Debían de haberlo traído. Estaba repleto de pintadas y graffitis de colores. Sebastián se bajó de su bici y comenzó a rodearlo sin quitarle los ojos de encima. Alargó la mano hacia el tirador y lo abrió. Estaba completamente vacío, no conservaba ningún estante. Me miró desilusionado y volvió a cerrarlo. En mi interior me alegré de que no escondiera nada dentro. Dejé apoyada a Ray en el tronco de un árbol y me acerqué al atípico electrodoméstico.
Tiene algo escrito – dije con un hilo de voz. Sebastián me miró frunciendo el ceño. Deslicé mi dedo por la cubierta siguiendo las letras. – “El 14 de octubre de 2011, Sasha Abad fue introducida en este medio de transporte contra su voluntad y nunca más se supo de ella. Para honrar el misterio de su pérdida, repita su sufrimiento.” – Tragué saliva. Era incapaz de dejar de mirar esas palabras.
¿Qué significa? – preguntó Sebastián confuso. No supe qué contestar y guardé silencio unos segundos.
No lo sé – logré balbucear.
Di un paso hacia atrás algo temeroso y perdí el equilibrio con una rama tronchada. Entonces, al fijar la vista en el suelo pude ver huellas de neumático. Posiblemente, así habían traído el frigorífico hasta allí. De repente, el ruido ensordecedor de vehículos a motor aproximándose nos puso en alerta. Cogimos las bicis apresuradamente y nos escondimos detrás de la maleza. Al momento, donde hacía unos instantes habíamos estado absortos frente al inquietante electrodoméstico, se reunieron un grupo de tres adolescentes. Venían en dos ciclomotores que aparcaron junto al olmo. No los conocía. Posiblemente, venían de la ciudad. Eran mayores que nosotros, puede que dos o tres años. El más alto sacó de su mochila un pack de seis latas de cerveza, cogió una de ellas, la abrió y dando un sorbo lanzó el pack a la única chica del grupo que lucía una larga trenza. Ésta repitió el ritual y se lo lanzó al tercero de ellos.
Éste último dejo el pack sobre el tronco que yacía tumbado y se quedó pensativo mirando el frigorífico.
Vamos, no te lo pienses más – le animó el chico alto.
Sólo tienes que aguantar una hora dentro. Tendrás oxígeno suficiente.
La chica abrió la puerta y le invitó a entrar haciendo un gesto con su cabeza. El chico no parecía muy seguro, pero finalmente cedió y entró.
Nos vemos al otro lado – dijo.
La chica cerró de un portazo. Di un respingo. Algunas hojas del arbusto se balancearon con mi movimiento. El chico alto se giró rápidamente hacia nuestra posición. Sebastián y yo nos incorporamos al unísono y nos montamos en las bicis. No recuerdo más sincronización con nadie en mi vida que en aquel preciso momento. Pedaleamos como si nos fuera la vida en ello dejando atrás a aquellos chicos, el frigorífico y la historia de Sasha Abad. No volteé la cabeza en ningún momento, estaba demasiado concentrado en no despeñarme en algún desnivel de la senda. A mi lado, podía apreciar la respiración agitada de Sebastián. No podía desprenderme de la imagen de ese chico entrando en el frigorífico ni del mensaje que guardaba su cubierta. Aquellas palabras revoloteaban por mi cabeza. De pronto, sentí como mi rueda delantera golpeaba contra algo y me elevaba por los aires. Momentos después impacté contra el suelo.
Sentí un escozor agudo en la rodilla. Un gran agujero en mi vaquero la rodeaba. El miedo de que me siguieran me hizo incorporarme rápidamente. Volví a subir a Ray y no paré de pedalear hasta que salimos del bosque. Me pareció que el camino era más largo que otras veces, pero posiblemente, hicimos un record de velocidad. Nos bajamos de las bicicletas y esperamos a recuperar el aliento. Sebastián se puso las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia adelante como si así diera más bocanadas de aire.
Creo que no nos han visto – dijo con la voz entrecortada. En ese momento, me percaté de algo.
Sebastián – pronuncié. Él me miró extrañado ante mi reacción –
Tu gorra.
Se puso las manos en la cabeza y comprobó, consternado, que no la llevaba puesta. Su cara denotó pánico. Probablemente, la habría perdido durante la huída. Habíamos dejado una clara evidencia de nuestra irrupción allí.
Atardecía y comenzaba a hacer más frío. Tuve la sensación de que Sebastián se peinaba el flequillo con mucha frecuencia. Era un poco violento saber que se avergonzaba del tamaño de su cabeza, así que intenté no mirarlo en exceso. Le propuse ir al día siguiente a recuperar su gorra y aceptó, ruborizado. Nos despedimos y volví a casa.
¡¿Qué le ha pasado a tus pantalones?!
Podía oír a mamá despotricando desde mi habitación, pero estaba demasiado absorto en mis pensamientos.
Sasha Abad – susurré, mientras tecleaba en mi ordenador.
Ese nombre se me había quedado clavado en la sien. No encontré nada. Era un fantasma en Internet. Ni rastro. Me dejé caer sobre la cama y perdí la vista en el techo. Mis pensamientos chocaban unos con otros. Giré la cabeza y pude ver cómo Katchi mordisqueaba una hoja de col rizada. Pausada, tranquila. No había pensado absolutamente nada en la reflexión sobre mi iguana, pero eso no iba a arrebatarme el sueño.
Los rayos de sol atravesando mi ventana me despertaron. La lucecita de mi móvil parpadeaba. Tenía algún Whatsapp sin leer.
“No he dormido nada. No dejo de darle vueltas. Ven a buscarme esta tarde.”
Sonreí. Al parecer no era el único loco que no podía sacarse el episodio de la cabeza. O quizás, simplemente, Sebastián tenía extremada prisa en recuperar su gorra y esconderse bajo ella. De igual modo, aquella tarde volveríamos al lugar que tanto me aterraba.
Llegado el momento, me puse mi chaquetón azul, me amoldé el pelo como pude y me dispuse a pilotar a Ray hasta casa de mi amigo. Una vez juntos, pedaleamos hasta un claro del bosque. No habíamos hablado mucho. Lo noté impaciente y expectante. En mi caso, hubiera preferido estar en cualquier otro parte. Seguimos por la senda. A medida que avanzaba sentía como el frío me recorría las piernas. Tenía un pellizco en el estómago. No entendía muy bien porqué nos dirigíamos al lugar del que habíamos huido despavoridos. Llegamos.
Todo estaba como el día anterior, excepto por la presencia de seis latas de cerveza vacías que ensuciaban el paisaje. El vetusto olmo yacía tumbado junto al frigorífico que postrado de pie parecía pavonearse ante nosotros. Sebastián se acercó, yo algo más cauto me quedé un par de pasos más atrás. No sé qué esperábamos encontrar. Puede que al chico que perdimos de vista dentro de él. O quizás ya estaba donde quiera que estuviese Sasha Abad. Agarró el tirador y lo abrió. Petrificados observamos su interior. Allí estaba. Alargó su mano, la cogió rápidamente como si fuera a desaparecer si no lo hacía y se puso su gorra. Lo miré perplejo y él me devolvió la mirada encogiéndose de hombros. Lo único que sabía con exactitud es que no fue ahí donde Sebastián perdió su gorra. Sentí el instinto de salir corriendo, pero no lo hice. Me quede quieto, inmóvil, sin apartar la vista del espeluznante electrodoméstico que aún lucía abierto. No había ninguna marca en su interior de uñas o golpes que indicaran que alguien había pretendido salir de él. Sólo había mugre y oscuridad. La puerta fue cediendo por inercia y quedó entreabierta. El mensaje de la cubierta llamó mi atención, de nuevo.
“Medio de transporte” – murmuré con una voz apenas audible.
¿Qué? – preguntó Sebastián.
“Sasha Abad fue introducida en este medio de transporte” – leí alzando la voz.
Sí, “contra su voluntad” - sentenció, haciendo una mueca de desagrado
con su boca. - ¿Acaso crees que este viejo trasto te lleva a alguna parte?
Mi respuesta fue el silencio.
Nos sentamos en el tronco del olmo y compartimos miradas de desconcierto.
Tal vez, podrías probar con Katchi – insistió – Podríamos traerla y…
Ni hablar – lo interrumpí, volviendo otra vez al silencio.
Perdí la noción del tiempo. No sé cuanto estuvimos allí sentados releyendo la cubierta e intentando darle sentido a algo, pero sólo obtuvimos más preguntas sin respuesta. Me sorprendí con la mirada perdida en una de las latas de cerveza cuando, de pronto, el rugir de un vehículo a motor me desveló de mi embelesamiento. ¿Cuánto llevaba acercándose? Me incorporé rápidamente y quise alertar a Sebastián que paseaba distraído pateando una de las latas. No me salió la voz, tampoco pude mover un pie del suelo. Estaba totalmente paralizado. Sentí un hormigueo en mi estómago. El sonido del motor cada vez era más potente. Sebastián se giró hacia mí con cara de pavor. Un ciclomotor derrapó frente a nosotros y se detuvo al instante. Ahogué un grito sordo. De él bajó un adolescente mayor que nosotros, puede que dos o tres años. Era el chico alto del día anterior.
Le acompañaba la chica de la trenza, que arqueó las cejas al vernos. No parecían sorprendidos. Al contrario, creo que estábamos donde ellos predijeron que estaríamos y me sentí estúpido por ello. Faltaba uno de ellos, el chico que entró en el frigorífico. No supe qué hacer. Sentía que me elevaba del suelo y las orejas me ardían. Estaba aterrado, lo confieso.
Parece que ya habéis encontrado la gorra – soltó el chico en tono burlesco.
Ninguno de los dos dijo nada. La chica profirió una risotada escandalosa.
Él sacó otro pack de seis cervezas de su mochila. El chasquido de la argolla abriéndose retumbó en mis oídos.
¿Dónde está vuestro amigo? – preguntó Sebastián.
Sé que pretendió ser desafiante, pero lo único que salió de su boca fue un balbuceo casi ininteligible. La pareja de adolescentes se dedicó una mirada cómplice. Nuestro miedo se percibía a kilómetros de distancia.
No está aquí – intervino ella.
¿Quieres ir a buscarlo, cabezón? – añadió él, refiriéndose a mi amigo.
Sebastián y yo cruzamos miradas de espanto. Ojalá hubiera podido escapar volando de aquel maldito lugar, pero algo en mi interior sabía que ya era demasiado tarde.
Todo sucedió muy deprisa. De pronto, el chico alto se lanzó hacía Sebastián y lo empujó hasta el frigorífico. Mi amigo forcejeaba, pero no era lo suficientemente fuerte. Apreté los dientes y corrí hacia ellos. La chica se interpuso en mi camino, me hizo frenar en seco y caí al suelo. Los gritos de Sebastián me hicieron levantarme. Ésta vez pude esquivar a la chica y con el puño cerrado golpeé la espalda de aquel adolescente larguirucho. Me dolió muchísimo la mano. Él volteó hacia mí. Sus ojos estaban repletos de ira. Me levantó del suelo cogiéndome por las solapas de mi chaquetón azul y manteniéndome en el aire dijo:
Sólo tienes que aguantar una hora. Tendrás oxígeno suficiente.
Pude oler su aliento a cerveza. Busqué a Sebastián. La chica lo tenía agarrado por los hombros. Él sujeto, y yo suspendido en el aire. Era difícil comprender cómo habíamos acabado así. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos reflejaban agradecimiento. Yo ocuparía su lugar. Tras un zarandeo, el chico me lanzó hacia el interior del frigorífico como quien tira una bolsa de basura al contenedor.
Nos vemos al otro lado – dijo y cerró de un portazo.
Todo se volvió oscuridad. Un intenso olor a humedad inundó mis pulmones. Oía a Sebastián al otro lado de la puerta gritando y dando golpes. Di una patada, pero el electrodoméstico ni siquiera tembló. Saqué el móvil de mi bolsillo y activé la linterna. Polvo, telarañas y frío. Miré la hora. Sólo tenía que soportar sesenta minutos allí dentro. Luego, me dejarían salir. “Para honrar su pérdida, repita su sufrimiento”, pensé, recordando la cita de la cubierta. Tenía que relajarme y esperar. Era cuestión de tiempo.
¡No te preocupes, Sebastián! – grité – ¡Estoy bien!
¡No me dejan acercarme!¡Aguanta! – oí.
El ruido de afuera se fue apagando. Algo llamó mi atención. Había algo grabado. Casi no se apreciaba. Infinidad de líneas verticales recorrían las paredes del frigorífico. Estaban agrupadas en grupos de sesenta. Había líneas por todas partes. Un acertijo para matar el tiempo, qué bien. Minutos. Cada línea representaba un minuto. ¿Cuánta gente había estado encerrada en ese frigorífico? Sólo pensar en la respuesta me hizo sentir escalofríos. Apagué la linterna y apoyé la cabeza en una de las paredes. Mejor no ver nada. Pensé en el chico que vi entrar en el frigorífico y pensé en Sasha Abad, en dónde estarían, en si estarían bien y en si yo iba a acabar con ellos. Cerré los ojos y me concentré en tranquilizarme. Por momentos sentía que se me acababa el aire o que acabaría desmayado en ese metro cuadrado. Fue la hora más larga y estremecedora que recuerdo.
De pronto, la puerta chirrió y se abrió. La claridad me arañó las pupilas. Sebastián, preocupado, me ayudó a salir.
¿Estás bien? – repetía una y otra vez. – Se han marchado. No me dejaban acercarme a ti.
Miré a mi alrededor y al cielo. Nunca antes las copas de los árboles me habían parecido tan bonitas. El aire en la cara, el rumor del follaje, mis piernas estiradas y oxígeno en mis pulmones. Qué bien. Mi amigo me puso una mano en el hombro.
Gracias – añadió esbozando una sonrisa.
Solté una carcajada nerviosa.
No he ido a ninguna parte – dije frunciendo el ceño – El frigorífico no es un medio de transporte.
¿Y qué es? – intervino intrigado.
Sólo es chatarra – me giré y miré aquel electrodoméstico al que habían convertido en otra cosa. – Tenemos que deshacernos de él –sentencié. Sebastián asintió con la cabeza.
No podíamos quemarlo porque estaba en el bosque ni podíamos desplazarlo, pues era muy pesado. Pero, tampoco hacía falta destrozarlo entero. Sólo teníamos que romper lo necesario. Cogimos ramas del tronco del olmo que yacía tumbado frente a él y golpeamos la puerta hasta que quedó descolgada. Ya nadie podría quedar encerrado entre esas cuatro paredes. Nos quedamos mirando nuestra obra unos instantes y, satisfechos, nos fuimos a casa.
Mamá me notó extraño y especialmente sucio, pero corrí a la ducha antes de que se percatara de nada más. Aquella noche tenía sentimientos encontrados. A pesar de lo horrible de aquella experiencia, sentía que me había superado a mí mismo. Había sabido reaccionar y defender a mi amigo. Me sentía orgulloso. Había sido valiente.
A la mañana siguiente, desperté más temprano de lo normal. Era domingo. Me acerqué al terrario de mi iguana para dejar un par de trocitos de patata dulce. Katchi yacía inmóvil, inexpresiva, impasible, como siempre. Pero algo había cambiado en ella. Su piel. Observé, atónito, los pellejos de piel mudada. Qué pasada, pensé. Le acaricié la cabecita con la yema de mi dedo y me deslicé usando la silla de estudio hacia mi escritorio. Me coloqué frente a la hoja en blanco y comencé a escribir a toda prisa. Las ideas brotaban de mi cabeza con total facilidad. Sabía perfectamente qué había aprendido de mi iguana. Cerré el cuaderno y di por finalizada mi reflexión.
Bajé las escaleras a toda velocidad, cogí un par de galletas de chocolate, me puse el chaquetón azul y me amoldé el pelo como pude. Con mis pies impulsando los pedales de Ray llegué hasta el bosque. No estaba con Sebastián, pero tampoco estaba solo. Me bajé de la bicicleta y la dejé apoyada en un árbol. Cuando había caminado unos veinte metros me detuve. Saqué un brazo del asa de mi mochila y me la coloqué por delante. Abrí la cremallera y Katchi asomó su cabecita. Le dediqué una sonrisa. Sus ojos como platos me devolvían la mirada. La coloqué en el suelo. Durante unos segundos se quedó quieta, cauta, pero, poco después comenzó a andar dando pasitos cortos y muy rápidos. Me quedé estático y observé cómo desaparecía entre la maleza.
Aquella hora encerrado en el frigorífico sentí lo que sentía Katchi en su terrario. Vivir entre cuatro paredes no es divertido para nadie. No soy un reptil como ella, pero aún no siéndolo, es bonito pensar que la piel está constantemente regenerándose y que las cosas que alguna vez me hicieron daño, un día ni siquiera me habrán tocado. Estaba convencido de que ninguna mascota habría enseñado tanto a alguien como Katchi me había enseñado a mí.
El lunes yendo hacia el instituto me crucé con un chico en ciclomotor que me resultaba familiar. Era el adolescente que había visto entrar en el viejo frigorífico. Estaba de una pieza. Me encontré por el camino a Sebastián, que me saludó efusivamente con la mano.
¿Te has enterado que hoy tenemos una maestra nueva que sustituye a la de Valores éticos? – preguntó. Yo negué con la cabeza. – Por lo visto ya vivió antes en el pueblo. – Me miraba excesivamente esperando una reacción.
¿Y? – añadí.
Se llama Sasha Abad.
Blanca Cabañas Fernández
Mayo 2018
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