3.9.20

VIVIR: Ganador del VIII Concurso de Projecte LOC de Cornellá de LLobregat.

  


Llovía a cántaros. Llevaba así desde primera hora de la mañana y no parecía que fuera a escampar en todo el día. Las azoteas de los edificios apenas se veían a través del chaparrón. Desde el ventanal de la casa, Maribel miraba hacia la fortaleza de La Mota sin llegar a atisbarla. Abajo, los coches circulaban a toda prisa intentando llegar a sus casas a la hora del almuerzo. Se acomodó en el sofá de cuero negro, se colocó las gafas de leer y cogió de la mesita una conocida novela. La protagonista se había mudado a una casa espectacular, elegante y minimalista. Un lugar para empezar de cero y ser feliz tras romper con su anterior pareja. Ahora, había conocido a un atractivo y enigmático arquitecto que bien parecía sacado de Cincuenta Sombras de Grey y la transportaba a las estrellas. ¿Por qué no podía ser ella como aquella joven? Arriesgarse y pasar página era una de las opciones. La otra, volver a intentarlo una vez más. 

Aprovechando que estaba sola en casa se acercó con paso vacilante al despacho de su marido. Era muy reacio a que lo molestara cuando se encontraba trabajando en él y a Maribel empezaba a picarle la curiosidad. Puede que allí encontrara las respuestas que buscaba. Los errores de su matrimonio. La visión de su retraído marido. Miró el reloj. Aún faltaban un par de horas para que saliera de trabajar más el tiempo que tardara en llegar en coche. 

Tan solo unos minutos le bastaron para salir tras un portazo de la casa que había estado compartiendo con él. Se montó en su coche y condujo hasta casa de su amiga Nieves. Las lágrimas le caían por las mejillas sonrojadas, pero no eran lágrimas de pena o sufrimiento, eran de rabia. Golpeó el volante con los puños cerrados y profirió un grito encolerizado. Mientras ella lo había estado intentando todo para reavivar la llama: lencería fina y sugerente, terapia de pareja, cenas estrambóticas y ser más amable de lo normal; él se había estado acostando con una mujer en su propia casa. Entonces, todo cobró sentido. Las horas que su marido pasaba de más en el periódico, su falta de apetito sexual y su desinterés por ella. El odio la reconcomía. 

Entró sollozando desconsoladamente, mientras Nieves la observaba boquiabierta. En todo momento pensó que su amiga vivía en el paraíso y de pronto tenía ante sus narices a un despojo humano limpiándose los mocos con la manga de una camisa Versace, lo que a ella le pareció el mayor de los crímenes. 
—Por dios, Maribel, usa esto —espetó, ofreciéndole pañuelos de papel. Su amiga contestó con un lloriqueo. 
Por el camino, la había llamado por teléfono y entre los balbuceos había entendido “es un cerdo”. Le bastaron dos segundos para asimilar la información y traducirla en “cuernos”. 
—Me ha estado engañando con otra, Nieves —comenzó, con la respiración entrecortada y una vocecilla de niña de cinco años. 
—Respira, mujer, que te va a dar algo. 
—Uno de los cajones de su despacho estaba cerrado con llave. Te prometo que solo iba a echar un vistazo. No acostumbro a hacer estas cosas. – Su amiga arqueó las cejas, bastante escéptica—. De hecho, el muy tonto guardaba la llave junto a la puerta. —Hizo una pausa como recobrando fuerzas para decir lo que continuaba—. Guarda su ropa interior en el cajón como un pervertido, Nieves. ¡En mi propia casa! Falda de cuero, camisa entallada…. ¡Y bragas de encaje! 
—Por todos los santos —la interrumpió Nieves, santiguándose. 
—¿Qué voy a hacer ahora? —lloriqueó con la cara escondida entre las manos. 

—Le he dedicado toda mi vida. —Su amiga se acercó y apartó las manos de ésta, dejando su rostro húmedo a la luz. 

—¿Cómo que qué vas a hacer? Vivir, Maribel, vivir. —Entonces, retiró las lágrimas de sus ojos vidriosos y se quedó mirando a su amiga—. Y enfrentar la situación, por supuesto. Límpiate la cara y vuelve a casa. Escucha lo que tenga que decirte y suéltale cuatro cosas bien dichas. —Maribel escuchaba atenta con la boca entreabierta, asimilando las palabras. 

Tragó saliva y asintió. Tal vez, tenía razón. Ella podía ser la protagonista de aquella novela. Al fin y al cabo, lo había pensado miles de veces. Hacer la maleta y marcharse. De verdad que sí. Pero la hipoteca. Los engranajes de la vida ordenada. Los amigos en común. Los muebles de la casa. La tranquilidad de un hogar. Las navidades repartidas. Todo la había frenado para no tomar esa decisión. Ahora, la respuesta parecía más nítida en todo aquel entramado de peros. En aquella maleta también cabían todas las cosas que le harían feliz. 

Al llegar vio el coche de su marido aparcado en su plaza y trazando un plan maquiavélico en una milésima de segundo, entró a hurtadillas en su propio piso. La puerta del despacho estaba entreabierta y el halo de luz del flexo salía de la habitación. Su marido estaba allí. Con paso firme avanzó hacia la puerta y asomó la cabecita. Lo que vio la dejó sin respiración. Era ella, estaba allí. Una mujer se miraba en el espejo del despacho con la mano en la cintura. Llevaba tacones y se estaba pintando los labios. Era bastante alta y corpulenta. Algo en ella le era familiar. Y extraño, muy extraño. La miró de arriba abajo y el corazón le dio un vuelco. No podía ser. ¿Qué sentido tendría eso? 
Al momento, aquella mujer se giró y sus miradas se encontraron. Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo había sabido desde siempre. Maribel y su marido mirándose a los ojos. El silencio se dilató y ninguno supo cómo reaccionar durante unos segundos. 

—Gonzalo… —balbuceó. Se puso frente a él, como si de cerca pudiera entender mejor qué estaba ocurriendo. La expresión de su cara era de auténtico pavor, como un niño al que pillan cometiendo la peor de las gamberradas. Entonces, Maribel se armó de valor y pronunció las palabras correctas—. ¿Por qué estás vestido de mujer, Gonzalo? 

Él apretó los ojos y, de pronto, como si acabara de ser consciente de ello se quitó la peluca y la sostuvo en la mano. Cogió aire, como si fuera a sumergirse bajo el agua y miró a su esposa con ojos llorosos. 

—Me siento mujer, Maribel —sentenció. Ipso facto se cubrió la cara y rompió a llorar desconsoladamente. El maquillaje del que con tanto esmero se había cubierto la cara corría por sus mejillas—. ¿Qué voy a hacer ahora, por dios? 

Algo dentro de Maribel se rompió. Su matrimonio. Y al momento, volvió a hacer clic, recolocándose en su sitio y tomó una de las decisiones más difíciles de su vida. Limpió las lágrimas de la persona con la que había compartido media vida, extendiendo el resto de rímel y esbozó una sonrisa cómplice. Posiblemente la más humana de todas. 
—Ahora vas a vivir, Gonzalo. 
Blanca Cabañas Fernández






Blanca Cabañas Fernández

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