Tumba de Miguel de Cervantes. Madrid. 2018 ©ReviveMadrid
Ajeno a todo este bullicio, lleva días sin salir de una pequeña habitación en penumbra. Incluso sin
levantarse de la cama. Su salud no lo permite. Su cuerpo, envejecido, exhala
con esfuerzo sus últimos pensamientos. Se trata de un escritor
anciano. De rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de nariz
corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron de oro, la boca pequeña,
los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal
acondicionados…” Así se describía él mismo, con ironía templada y mirada
lúcida, en el verano de 1613.
Pero hoy, al mirarse de nuevo al espejo, apenas se
reconoce. El reflejo que le devuelve el azogue es más severo que aquel retrato
risueño. Su figura, vencida por la fiebre y los años, parece una sombra de sí
mismo. La barba, más rala y blanca, cae como escarcha vieja sobre un rostro
consumido; los ojos, hundidos, conservan no obstante un brillo inquieto, como
brasas que se resisten a apagarse del todo. Asume, sin resistencia, que ha encarnado
por fin la ‘triste figura’ que un día prestó a su caballero más universal.
Desde hace tres años, malvive con su esposa, Catalina
de Salazar, en una vivienda humilde y alquilada. Una casa diminuta, húmeda y
mal ventilada, donde el frío cala hasta los huesos. No es lugar para envejecer con dignidad, mucho menos para morir con
sosiego. Allí, postrado, aguarda el final sin más
consuelo que sus recuerdos.

Ajeno a todo este bullicio, lleva días sin salir de una pequeña habitación en penumbra. Incluso sin
levantarse de la cama. Su salud no lo permite. Su cuerpo, envejecido, exhala
con esfuerzo sus últimos pensamientos. Se trata de un escritor
anciano. De rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de nariz
corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron de oro, la boca pequeña,
los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal
acondicionados…” Así se describía él mismo, con ironía templada y mirada
lúcida, en el verano de 1613.
Pero hoy, al mirarse de nuevo al espejo, apenas se
reconoce. El reflejo que le devuelve el azogue es más severo que aquel retrato
risueño. Su figura, vencida por la fiebre y los años, parece una sombra de sí
mismo. La barba, más rala y blanca, cae como escarcha vieja sobre un rostro
consumido; los ojos, hundidos, conservan no obstante un brillo inquieto, como
brasas que se resisten a apagarse del todo. Asume, sin resistencia, que ha encarnado
por fin la ‘triste figura’ que un día prestó a su caballero más universal.
Desde hace tres años, malvive con su esposa, Catalina
de Salazar, en una vivienda humilde y alquilada. Una casa diminuta, húmeda y
mal ventilada, donde el frío cala hasta los huesos. No es lugar para envejecer con dignidad, mucho menos para morir con
sosiego. Allí, postrado, aguarda el final sin más
consuelo que sus recuerdos.
Piensa ahora en su familia. En Catalina, que le
acompaña en estos días finales con una paciencia callada. En su hija natural,
Isabel de Saavedra, a la que hace tiempo no ve y cuya ausencia le duele más de
lo que reconoce. ¿Qué será de ellas cuando él ya no esté? No deja más que
algunos libros, una capa raída, una cama estrecha, y las inevitables deudas
que, como tantas otras veces en su vida, han sido fieles compañeras. Poco que
heredar, y mucho que afrontar.
Con mano temblorosa, ha firmado su testamento. Ha
dictado sus últimas voluntades, consciente de que la muerte no espera, y de que
el deber no concluye con la vida. Ya solo queda un paso por dar. El más íntimo,
el más temido.
El genio se apaga, pero la luz que deja encendida no
se extinguirá jamás.
Piensa ahora en su familia. En Catalina, que le
acompaña en estos días finales con una paciencia callada. En su hija natural,
Isabel de Saavedra, a la que hace tiempo no ve y cuya ausencia le duele más de
lo que reconoce. ¿Qué será de ellas cuando él ya no esté? No deja más que
algunos libros, una capa raída, una cama estrecha, y las inevitables deudas
que, como tantas otras veces en su vida, han sido fieles compañeras. Poco que
heredar, y mucho que afrontar.
Con mano temblorosa, ha firmado su testamento. Ha
dictado sus últimas voluntades, consciente de que la muerte no espera, y de que
el deber no concluye con la vida. Ya solo queda un paso por dar. El más íntimo,
el más temido.
4 comentarios:
Epitafio a Miguel de Cervantes
Aquí yace el manco glorioso, el alma
que, en la pobreza y el olvido, hilaba
con oro de la risa y de la palabra
la sombra eterna que al Quijote daba.
No fue su cuerpo más que un breve leño
que el mar del tiempo, con furor, combate;
mas su ingenio, un lucero, navega
por mares de papel que el viento no abate.
Venció a la muerte con la tinta oscura,
puso en su escudo la virtud y el brío,
y al polvo de su cuerpo, la locura
de un hidalgo le dio la Gloria: un río
de eternidad, de fama y de hermosura.
Descansa, al fin. Su batalla ha acabado.
Porque el que vive en las páginas, sabio,
ha vencido a la Parca con su labio.
Y mientras haya un sueño, una ilusión,
Cervantes no estará bajo el sagrado
silencio de la tierra, sino en su creación.
Muchas gracias, Anónimo, por colocar este excelente epitafio
¡Excelente homenaje a nuestro autor universal!
Creo que todo, hasta los pequeños detalles, han servido para engrandecer a DON MIGUEL DE CERVANTES. Esperar la muerte “en una vivienda alquilada, diminuta, húmeda y mal ventilada, donde el frío cala hasta los huesos, no es lugar para envejecer con dignidad”, en mi opinión, engrandece su figura más que si hubiera muerto en un palacio. Por otra parte, su genial novela se merecía un genial diseño de su figura, y el, también ingenioso, Gustave Doré, lo consiguió.
En la actualidad hay una frase que repiten mucho los reyes, presidentes, primeros ministros… “todos somo iguales ante la ley”; supongo que NO se refieren ante la ley de los hombres, porque con ella hasta los peores criminales suele morir en palacios, se referirán ante la ley de Dios, porque Dios no hace distinciones: hasta los genios como cervantes pueden morir jóvenes y rodeado de pobreza.
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