La estación de Alcázar de San Juan nunca fue solo un edificio de ladrillo rojo ni un simple cruce de vías: siempre ha sido un corazón que late al ritmo de la ciudad desde hace más de siglo y medio. Durante décadas fue un hervidero de hierro y movimiento: locomotoras resoplando, mercancías que alimentaban el comercio y pasajeros colmando de historias los andenes.
Con la llegada del AVE en los noventa perdió parte su protagonismo, pero no su alma. La estación permanece en la memoria colectiva como una cicatriz luminosa que recuerda de dónde venimos.
Lo sé bien, porque mi vida está hecha de trenes. Soy hijo, nieto, bisnieto, tataranieto y chozno de ferroviarios. Una cadena de generaciones que no solo transmitió un oficio, sino una forma de mirar el mundo. En mi casa, el tren no era trabajo: era un modo de respirar. Crecí despertando con el silbido lejano de las locomotoras y durmiendo con el eco metálico de sus ruedas. El olor a carbón y aceite impregnaba la ropa, las manos y hasta los sueños.
La estación era un territorio íntimo, casi familiar. Recuerdo correr de la mano de mi madre hacia el tren economato de Renfe, que una vez al mes llegaba como un visitante esperado y quedaba dormido en una vía muerta. Años después, se trasladó a un pequeño almacén junto al andén, sin perder su aire ritual de las compras: alimentos, y productos cotidianos convertían cada visita en una aventura. Era un paseo que unía lo necesario con la emoción de estar en el corazón de la estación, entre el humo y el hierro.
Incluso alguna de mis primeras vacunas me fue administradas en el servicio médico de la estación, como si la vida misma se tejiera entre los raíles. Cada gesto, cada visita, tenía el sabor de una tradición que pasaba de generación en generación.
Ser ferroviario era un orgullo compartido, una identidad común. Había pequeñas dádivas que aligeraban la vida, pero ninguna tan valiosas como el “kilométrico”: aquel cuadernillo de cartón que convertía el papel en libertad. Gracias a él, cada verano viajábamos hasta la playa del Postiguet, tras nueve horas de trayecto y todavía con restos de carbonilla en los ojos. Allí, entre la sal y el rumor de las olas, el eco lejano del tren nos recordaba quiénes éramos.
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Locomotora Mikado |
La estación también guardaba la magia de su librería. Recuerdo a un estudiante hojeando novelas mientras esperaba el tren, una madre comprando cuentos para sus hijos antes de partir. Los libros se convertían en compañeros de viaje, silenciosos pero llenos de vida, y añadían un pulso literario a aquel universo de hierro, humo y movimiento. Entre estantes y andenes, cada historia se mezclaba con la nuestra.
La estación en realidad era, un teatro de la vida: soldados rumbo a la mili, estudiantes con abrazos pendientes, novios que se despedían entre promesas, comerciantes cargados de ilusiones. En la fonda, el aroma del café, y los guisos manchegos se mezclaba con el humo de locomotora, mientras los murales de Pepe Herreros iluminaban y daban color al exterior.
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Placa conmemorativa sobre el poeta Miguel Hernández
Cada rincón era testigo de historias que se cruzaban con la nuestra. Como la que nos recuerda la placa conmemorativa sobre el poeta Miguel Hernández, donde puede leerse que permaneció en sus andenes en cuatro ocasiones. La primera de ellas, en abril de 1930, detenido por no llevar billete. Y en ese ir y venir de viajeros, las generaciones fueron creciendo al compás de los trenes.
El 20 de junio de 1954, al cumplirse cien años de la llegada del ferrocarril, la estación fue escenario de fiesta. A mediodía, el Tren del Centenario entró solemne, encabezado por una majestuosa locomotora Mikado engalanada con banderas. El andén rebosaba de vecinos expectantes; el humo y el silbido se confundían con la algarabía. Ese día, historia y orgullo se abrazaron.
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Tarragona, actos festivos que conmemoran el centenario del ferrocarril, el “Tren del 800”, con vistoso desfile de invitados vestidos con las indumentarias de la época.
La efeméride recordaba la inauguración, un siglo antes, que el tramoTembleque–Alcázar había sellado un hito, integrando la ciudad en la red de la Compañía MZA y convirtiéndola en nudo estratégico entre Madrid, Levante, Andalucía y Extremadura. Reyes, políticos, artistas, poetas y viajeros dejaron allí su huella. Cada ladrillo guarda aún las voces y los silencios de quienes pasaron.
Cierro los ojos y todavía otra vez los silbatos cortando el aire, los pasos en los pasillos, las voces anunciando destinos. La estación me enseñó que viajar no siempre significa partir: a veces significa encontrarse.
Hoy, aunque los trenes son más rápidos y los horarios más exactos, la estación de Alcázar de San Juan sigue latiendo, guardando secretos y recuerdos que se niegan a desaparecer.
Para mi hermana, la estación es “son los recuerdos de mi infancia grabados con letras de oro en mi corazón. Es la esencia de nuestra vida, el motor, la belleza expresada desde el alma”.
Para mí, no es un simple lugar: es memoria íntima y corazón colectivo. Porque en esas vías no solo viaja la historia de un pueblo, sino también la de mi familia. Generaciones enteras aprendimos allí a partir y a regresar, a despedirnos y a reencontrarnos, a comprender que la vida huele a humo… y siempre, siempre, a vida.
Hoy tal vez ya no haya humo, pero queda lo más valioso: lo vivido y lo compartido. Lo que nos enseñó ese lugar sigue con nosotros, acompañándonos en cada paso. Porque lo que realmente importa nunca se pierde: permanece en la memoria, en la alegría de volver a encontrarnos y en la certeza de que, mientras recordemos, la vida seguirá latiendo con la misma fuerza.
Y eso, a cada uno de nosotros, nos quedará para siempre.
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Obra del artista alcazareño Antonio Tomás Romero |
ANTONIO LEAL JIMÉNEZ
04/OCT/25
1 comentario:
Cuanta razón tiene este artículo lleno de nostalgia. Para los usuarios , los que vivíamos en un pueblo alejado de las capitales, la estación era además un refugio de evasión, un encuentro feliz, una partida de alguien por mucho o poco tiempo. Era la esperanza de los emigrantes al norte o a Alemania y la llegada del ser esperado. Y en medio la limpieza, la seguridad y el respeto por aquellos que cuidaban la estación y que considerábamos guardianes de nuestros mayores sentimientos en pueblos hoy vaciados de esa conexion .
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