Existe aún en El Puerto de Santa María la casa donde un monje, famosísimo por sus virtudes, pasó larga temporada sirviendo de consejero espiritual a Don Juan Luis de la Cerda y a su esposa, duques de Medinaceli, marqueses de Cogollado y de Alcalá, señores de las villas de Deza, Enciso y Lobón, comendadores de la Moraleja, condes de la ciudad y gran puerto de Santa María, etcétera, etcétera.
No hay para qué encomiar, ni importa a este relato, la grandeza de tales señores. Quevedo dedicó al Duque una de sus mejores obras, y llenos están los cronicones de la época de ejemplares, hechos, famosos sucesos, graves sentencias, heroicas empresas y gloriosas aventuras en las que el generoso D. Juan Luis de la Cerda resalta y luce como quien era.
Uno de los criados del Duque, mocetón de veinticinco años, estaba recién casado con una joven de extremada belleza. Su luna de miel fue muy breve. En vano la esposa hacía al lado de la Duquesa una vida ejemplar y ponía en todas sus acciones singularísimo recato. Acusábala el marido de imaginarios deslices, y devorado por los celos, sometíala a terribles pruebas y a villano espionaje.
Enterado de ello fray Donoso de las Mercedes, que así llamaban al santo varón, recetó a la muchacha la medicina que la Religión tiene para estos casos: conformidad y oraciones; pero mientras más se resignaba con su cruz y más rezaba la pobre niña, más celoso estaba el marido y con mayor furia la acusaba y maltrataba, creyendo que su mujer, además de traidora, era una grandísima hipócrita, que ponía falsamente a Dios por testigo de su inocencia.
Con tales luchas y quebrantos, el servicio que a uno y otro estaba encomendado en el palacio de los Duques andaba tan descuidado, que el mayordomo se quejó a sus señores, quienes llamaron al matrimonio y averiguaron el hondo drama de aquellos desatinados celos.
Comprendió D. Juan Luis de la Cerda que para poner en paz el espíritu de su criado eran ineficaces las predicciones, la oración y los ayunos, y así lo dijo a fray Donoso, prometiéndole, si lograba la intersección divina en aquel negociado, construir a sus expensas un convento para la orden franciscana.
Llamó el piadoso fraile al marido, pero las exhortaciones que le hizo consiguieron sólo enfurecerlo más, creyendo el insensato que su mujer había buscado el auxilio del monje y de los Duques para gozar mayor impunidad en sus deslealtades. Le vio fray Donoso tan loco y tan fuera de sí, que determinó apelar a un recurso supremo antes de pedir a Dios hiciera un milagro para salvar aquella alma enamorada que el diablo de los celos quería perder irremisiblemente.
-Tu mujer –le dijo-, vendrá esta tarde con la Duquesa. Mientras yo confieso a nuestra señora, tú mismo oirás la confesión de tu esposa, y sin que nadie sepa nada de este sacrilegio, penetrarás en su alma y sabrás de ella tanto como Dios mismo, y El nos perdone en gracia de la paz de tu espíritu.
Llamó luego el santo varón a uno de los monjes que con él vivían, y le ordenó que pusiera al criado de los Duques un hábito de la Orden y le condujera al confesionario de fray Juan, varón virtuosísimo que no está en los altares porque sus muchos ayunos y maceraciones le trastornaron en su vejez el seso, y el pobre murió loco
Rematado, diciendo grandes atrocidades y haciendo creer a las gentes que el diablo se había apoderado de su escuálido cuerpecillo.
Llegó a la capilla la duquesa de Medinaceli, acompañada de las mujeres de su servidumbre, y adelantándose fray Donoso a recibir a su protectora, dijo a la hermosa doncella:
-Id al confesionario de fray Juan.
Allá fue la pobre niña al más oscuro rincón de la capilla, donde impaciente estaba su marido, envuelto en un sayal de estameña y oculto el rostro con la amplia capucha.
La gentil muchacha comenzó sus oraciones tartamudeando, y a poco lágrimas y sollozos convirtieron su voz en lento gemido.
-Padre –decía la sinventura-, mientras tuve la seguridad de que amaba a mi marido, soporte gustosa las penas que sus infames celos me causaban; pero no puedo sufrir más tiempo el agravio que me hace y comienzo a aborrecerle. Me causa tedio su presencia, y cuando me habla siento que mi odio me atormenta más que sus insultos.
No pudo escuchar más el marido. Sus manos crispadas buscaron un puñal que antes había escondido entre una arruga del hábito y el cordón que lo sujetaba a su cintura.
Se puso en pie, salió del confesionario, levantó el brazo derecho en alto, y al dejarlo caer en golpe mortal sobre la infeliz criatura, que seguía gimiendo arrodillada, brutal estremecimiento agitó su cuerpo, cegaron sus ojos y paralizase la voz en su garganta.
Quedó así un breve instante y luego miró aterrado el puñal convertido en un crucifijo de bronce, y creyó que aquella dulcísima boca de Cristo, entreabierta, lanzaba un gemido doliente, y que de las heridas manaba sangre, y que la frente se contraía agujereada por la brutal corona de espinas.
-¡Milagro! ¡Milagro…!
-¿Qué es esto? -preguntó el monje.
-¡Perdonadme! Escondí mi puñal para matar a mi mujer si confesaba su adulterio…
-¿Os lo ha confesado?
-No; me habló de su odio, y al querer herirla encontré en vez de mi puñal ¡un crucifijo..!
Salieron los fieles de la santa casa pálidos y temblorosos. La noticia del portento divino corrió la ciudad en un instante. El crucifijo, colocado bajo urna en el altar, vio a los esposos rezar muchas horas, deshechos en lágrimas de arrepentimiento y alegría.
El pueblo corría presuroso a ver el Cristo del Puñal, y mientras, fray Donoso consolaba a un pobre monje que, creyéndose en gravísimo pecado, le decía:
-Castigadme, santo padre; castigadme como queráis. Esto es una superchería, lo sé. Pero quise hacer una buena obra. Al disfrazar al criado del Duque le vi esconderse el puñal, y temiendo por la vida de alguien se lo cambié con maña por el crucifijo de mi celda.
-Levántate, hermano mío –replicó fray Donoso-. ¡Milagro ha sido, sin embargo; que Dios se vale de los medios más sencillos para salvar a sus criaturas!
En el tumultuoso correr del tiempo, el crucifijo se ha perdido, y el convento que en memoria del milagro hicieron levantar los Duques, está ruinoso. ¡Hasta la leyenda se ha olvidado, no quedando en ella rastro en la crónicas de la orden a que fray Donoso pertenecía, ni en los anales de la ciudad, y gracias a que yo la he adivinado en una noche de insomnio…!
BREVE BIOGRAFÍA:
1 comentario:
Buenos días Gonzalo:
Me encanta estas leyendas aunque sean frecuentes en maridos celosos con esposas bellas.
Yo, en mi familia, he visto hechos milagrosos, y me hubiese creído el milagro de convertir el puñal en crucifijo, aunque el hecho de que pensara en sustituir una cosa por otra, como bien dijo fray Donoso, también eso puede ser un milagro.
Es bonito saber que en 1890, en el Puerto, había alguien luchando contra el caciquismo.
Un abrazo
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