15.5.22

PREGÓN DE LA VELADA EN HONOR A LA VIRGEN DE LA OLIVA AGOSTO 2018. OLGA RENDÓN INFANTE

 


Vejer,
raíz del viento y del ave,
tallo eres del sol primero,
llevas clavadas en tus blasones
divisas y huellas de otras edades,
y en el firmamento otra estrella eres.

Excelentísimo señor Alcalde, miembros de la Corporación Municipal, Cobijada Mayor y Cobijadas de Honor, amigos, visitantes, vecinos de Vejer, buenas noches a todos y gracias por acompañarme en este acto. Gracias en especial a la Delegación de Fiestas, por concederme el honor de poder dirigirme a mi pueblo y anunciar el comienzo oficial de la velada de agosto en honor a nuestra patrona, la Virgen de la Oliva.


He querido abrir este pregón con música y con poesía: en música, los acordes de la guitarra de Nono García; en poesía, unos versos del pintor y poeta Manuel Manzorro, paisano del pueblo, que he escogido porque para mí tienen un valor especial. “Vejer, raíz del viento y del ave...” así comienza este poema que se sabe de memoria mi padre. Él lo recita con una honda solemnidad, porque para él la palabra “Vejer” es sagrada. Como sagradas son la tierra y la memoria.

Acompañada de música y poesía entono mi voz en este pregón, y la siento como el relevo de las voces de otros pregoneros que antes que yo cantaron al pueblo, encumbraron sus encantos, pasearon nostálgicos por los recuerdos de su infancia y dedicaron amorosos elogios a la patrona. Mi voz se hunde en esa misma corriente de voces que fluyen en el tiempo. 

Aquellos lectores que lo deseen, pueden elegir seguir leyendo el pregón o  escuchar de viva voz a la pregonera  pulsando   AQUÍ  

Yo, como cualquier vecino de este pueblo, pronuncio la palabra “Vejer” como una insignia. Con esta palabra me reconozco y me nombro, y con ella invoco a mis ancestros: a mi abuela Josefa, que le enseñó a mi padre la honestidad en tiempos de penurias, allí en la Santa Lucía de posguerra, en donde la dureza del hambre se suavizaba con la frescura de los arroyos que bajaban entre verdores por las huertas. A mi abuela Nicolasa, a quien mi madre describe con admiración como una mujer generosa, valiente y emprendedora, siempre vestida de verde por promesa a la Virgen. Fuertes mujeres de mi familia, hijas de este pueblo de Vejer, que pisaron estas mismas calles encaladas, que oyeron el mismo repique de las campanas cada quince de agosto, que invocaron con igual fidelidad el nombre de la Oliva y supieron inculcar a sus hijos la devoción por la virgen como auténtico patrimonio del amor que yo misma he heredado. En las imágenes de aquellas mujeres de mi familia busco mi reflejo y mi esencia. Los busco también en mis padres, a quienes debo el vínculo con esta tierra, el amor por Vejer, por los campos y los paisajes en los que he tenido la suerte de nacer a la vida.

Qué privilegio y qué responsabilidad para mí hacer que mis sentimientos esta noche sean un reflejo de los de todos, que mis recuerdos evoquen a los que ustedes también guardan. Ojalá que sea capaz de expresar en este pregón el mismo amor que ustedes sienten por el pueblo y por nuestra Virgen.


Ayer, diez de agosto, como cada año, comenzó la velada con la subida de la Virgen desde su santuario de la Oliva, lugar mágico que ocupa un rincón privilegiado en el corazón de los vejeriegos. Pero realmente, estas fiestas patronales empiezan mucho antes. Casi desde el principio del verano el pueblo se va preparando para lucir -aún más espléndido si cabe- en agosto: se pintan las casas, se arreglan las rejas, se encalan las fachadas… Así se hace, año tras año, desde que se guarda memoria de este pueblo, o al menos, desde que yo guardo la mía; porque a mí, como a tantos niños, también me tocó ir a comprar los cubos de cal a la Judería, y por el Callejón de las Monjas, cerca del castillo, me llegaba el frescor umbrío de los patios de esa calle, con sus lozas de tarifa, con sus macetones de flores. En esas primeras tardes de comienzo del verano, a la caída de la tarde, con el reflejo naranja en las paredes de blancura, las mujeres se sentaban al fresco y los hombres se reunían en las tabernas con una copa de vino de Chiclana. En la puerta de Begines nos saludaban a mis hermanos y a mí, con gestos toscos pero amistosos, cuando entrábamos a probar los primeros caracoles de junio, a los que nos convidaba nuestro querido tío Juan Rendón.

Hablo del verano en el pueblo y evoco mi infancia inevitablemente: jugar siempre en cuesta, entrar en los patios de los vecinos con la confianza de hacerlo sin tener que llamar, sentarse en los escalones de la calle y ver el trasiego de mujeres que entran y salen de la Cooperativa Infante. Allí veo ahora a la niña que fui, buscando a mi abuelo Manuel, que está sentado, majestuoso como yo lo veía, en su silla de siempre, y me acerco para darle un beso como quien se acerca al trono de un rey. Colgados del techo hay cacerolas y enseres. Veo los mostradores de la ferretería y de la mercería. Despachando está mi tío Sebastián, con su torrente y su vitalidad de hombre acostumbrado al trato del comercio, y Pepe Tello y Juan, formando tertulias en la tienda con la gente del barrio; charlas y bromas con las mujeres que vienen a por los mandados con bulla por el trajín de la casa todavía a medio hacer.

En julio, ya bien entrado el verano, cambiaba el escenario de los callejones del casco antiguo por el de los campos de Vejer. Era el Palmar entonces aún una playa virgen y solitaria, dispuesta siempre para los niños a las incansables jornadas al sol, con todos los amigos de siempre, mis padrinos y los vecinos de cada verano. Y sobre todo recuerdo Santa Lucía y Libreros. Aún busco el sol de aquellos días, el frescor del agua de los arroyos y de la alberca, el olor intenso a huerta recién regada, entre nísperos, parras y naranjos; el contacto con la tierra. Conservo como un precioso legado la memoria feliz de aquellos tiempos que nos regalaron mis tíos paternos.

Y todos los veranos –que parecían interminables en la infancia- desembocaban en la feria de agosto, que se estrenaba el día de san Lorenzo.

El día diez, como ayer, se repitió la tradición de subir la imagen de la Virgen desde su santuario, por ese camino en cuesta y entre pinos que tantas veces habremos recorrido en nuestras excursiones las niñas del colegio de las monjas; o cada 7 de mayo, en el que los vejeriegos compartimos hermandad y devoción por la Oliva con la buena gente de Barbate, pueblo vecino al que tanto le debo.

Pero ningún paseo al santuario como el del día 10 de agosto. Con los primeros avisos de las campanas, sube hasta Vejer la imagen de la Virgen. Su silueta se divisa al final de la cuesta, entre el ramaje de los árboles y la polvareda que levanta el gentío que viene acompañándola. Por el otro lado, desde la cuesta de San Miguel y en representación de todo el pueblo, se acerca la comitiva: el alcalde, el párroco, las cobijadas de las fiestas,… nombres y personas que van cambiando a lo largo del tiempo, pero siempre abriendo paso, la figura seria y solemne del macero. Los que no pueden hacer el camino con la Virgen suben a San Miguel a recibirla; más que a recibirla, a “esperarla”, como decimos nosotros, esperarla como quien espera a un ser querido, al familiar o al amigo que vuelve al pueblo en las fiestas a pasar una temporada en casa. Y por allí aparece su imagen, aún sencilla, sin engalanar, abriéndose paso entre los vejeriegos que recuerdan en esos momentos, con emoción contenida, la ausencia de nuestros mayores que fueron quienes, alguna vez, nos tomaron de la mano de niños y nos llevaron a san Miguel.Y nosotros ahora, repitiendo fielmente el mismo gesto con nuestros hijos, hacemos el camino a la Oliva con ellos o esperamos allí mismo en San Miguel; los tomamos en brazos, los subimos a hombros para que puedan reconocer su imagen, que se acerca elegante mientras suena la banda de música. Es una manifestación sencilla, pero honda y sentida por todos los vejeriegos. Una tradición que se traspasa de generación en generación.

Alrededor del 11 de agosto como hoy, celebrábamos la coronación de la entonces “Reina de las fiestas” y sus damas de honor, y todos –tal como seguimos haciéndolo- repasábamos el programa de feria para ponerles nombres a esas muchachas fotografiadas con el estilo y los peinados de la época, con la ingenuidad de las poses forzadas de quienes no estaban acostumbradas a fotografiarse para exhibirse, cosa tan frecuente ahora. Y veníamos aquí, a la plaza de España, a ver la coronación y a escuchar la orquesta, como antes lo hicieron otras generaciones en esta misma plaza, convertida en los años cincuenta y sesenta en Caseta Municipal durante la velada patronal. Por aquel entonces la reina de las fiestas y su séquito –todavía vestidas de blanco y no de cobijadas- abrían el baile con las canciones del conjunto musical de moda, y se divertían como nos hemos divertido después los jóvenes de otras generaciones, como se sigue haciendo hoy día. Y en aquellas primeras noches de feria, como ahora, se daban largos paseos por la Corredera hasta llegar a los puestos de los Remedios y a los cacharritos.

Los días de la velada continúan y llega el 14 de agosto. Ese día un nuevo toque de campana anuncia el comienzo de la novena. De pequeña, mis hermanas y yo veíamos a los vecinos acercarse desde los callejones hacia la puerta de la iglesia llevando cada uno su silla, y al entrar se sentía todo el calor del verano impregnado del olor de los nardos, del incienso y de las velas. Hombres y mujeres, con la medalla verde de la hermandad, iban llenando poco a poco la iglesia para rendir culto a la patrona.

Recuerdo de niña que, en esas largas novenas, rezaba las oraciones de entrada en las que se alababa a la Virgen con unas palabras que entonces no entendía, pero que me fascinaban: “…como los cedros del Líbano, como la rosa en Jericó, como la Oliva frondosa en los campos, como la Palma en Gades”…. Y repetía el nombre de esos lugares exóticos que leía en las plegarias y experimentaba sin saberlo el poder que tienen las palabras. Me emocionaba esa oración en coro de toda la iglesia, abarrotada de gente del pueblo y de los campos que allí, congregada frente a la patrona, cantaba al unísono un himno a la Oliva de Paz, a la que le dedicaban con devoción palabras de amor que podrían ser del Cantar de los Cantares: “¡Oh reina, más suave que el néctar, más dulce que la miel, más pura que los cielos, más luciente que el astro hermoso de la mañana!”.


Las palabras tienen mucho valor. Su poder para evocar es inmenso. Las palabras entran silenciosas en nosotros y van construyendo nuestra manera de percibir el mundo y de sentirlo.

A mí me enseñaron desde pequeña, en mi casa y en el colegio, a rezar de memoria palabras a la Virgen, a cantarle. Pero ahora que soy mujer, que soy madre, me fijo en la imagen de la Oliva y la veo de una forma diferente, con una ternura y una cercanía que no sentía antes. Veo sobre todo a otra madre con su hijo en brazos, sencilla en adornos, generosa en su actitud. Me fijo en el pajarillo que el niño guarda con delicadeza en la mano, y en la rama de olivo que ella -humilde pero poderosa- muestra como una antorcha de luz. Esa es “la fe de mis mayores” que diría Antonio Machado, la que yo he heredado, la que respeto, la que siento que me protege. Y pienso que el cariño y la devoción sincera que hay por la Virgen de la Oliva y que está presente no sólo en agosto, es símbolo del pueblo, de aquello que nos une a los vejeriegos por encima de todas las diferencias que nos puedan separar a lo largo del tiempo.

Y llega, por fin, el 15 de agosto. Recuerdo que, ya en las vísperas, al repiqueteo incesante de las campanas, se unía el bullicio vivo de la tienda de mi tío, en donde se despachaban con urgencia -hasta bien entrada la tarde- los moños, las medias, las colonias que venían sobre todo a comprar de última hora las gentes de los campos, que llegaban para las fiestas abriendo sus casas antiguas del pueblo, descubriendo para nosotros los patios y los portones cerrados durante el año; como hacían mis tías, Isabel y Ana. Ese ajetreo era el eco de la vida que había entonces en el casco antiguo, lleno de vecinos que nos han visto nacer y que siempre nos han tratado con cariñosa familiaridad. Por la Costanilla, los Callejones Oscuros, la cuesta de Eduardo Shelly -donde vivían mis amigas de siempre- por la calle Rosario, por la puerta de la iglesia… parece que los escucho ahora hablar y saludarse. Todas esas personas entrañables que poblaron las calles de mi infancia -tan diferentes ya y tan vacías de vida-, todos esos lugares que retienen el eco callado de sus voces, fueron el escenario donde tuve la suerte de crecer en libertad.

Entonces, como ahora, ese día grande del 15 de agosto nos despertábamos con la Diana Floreada de la banda de música mezclada con el repique continuo de las campanas anunciando la solemne Función de las once. Todavía seguimos, como se ha hecho siempre, preocupándonos de estrenar ropa ese día para asistir a la misa cantada por la coral, y en la que, al acabar se intercambian felicitaciones, no sólo porque sea el santo de las “olivas” sino también porque es el día de todos los vejeriegos. Recuerdo que después de almorzar el pollo de campo y la sandía que nos traían mis tíos, nos preparábamos de nuevo para ver la procesión de la Virgen, que salía ceremoniosa de la parroquia, como todavía lo hace, para recorrer las calles que trazaban el mapa de mi infancia.

Después de bajar por los callejones para llegar a esta misma plaza, la imagen seguía hacia la Corredera pasando por donde estaban El Barato, la tienda de Adela, el antiguo Casino, y más adelante el bar la Ratonera. Y cuando llegaba a la Plazuela, la procesión se paraba frente al edificio que fue mucho tiempo el sindicato donde trabajó mi padre tantos años, y en la esquina del café Chirino me parece estar viendo a Silverio el fotógrafo, preparado con su cámara.

Antes de tomar impulso para subir la cuesta que lleva su nombre, la Virgen pasaba por el gran escaparate de lo que para mí fue siempre el corazón de la Plazuela, y que sigue ahí, aún latiendo: el bazar de Juan Infante. Dentro de la tienda siempre recuerdo a mi tío, entre sus papeles, con su perenne sonrisa beatífica.

El paso sigue fiel a su recorrido de entonces. Sube la cuesta de Ntra Sra. de la Oliva con firmeza, de un tirón, dejando atrás comercios que han ido transformándose con el tiempo en otros espacios; borrando estampas que ya no existen de las calles que siempre conocí: la tienda de Gonzalo, el Banco Central, la barbería de Tello, la botica de Antonio Morillo, la prensa de Ramón Vallejo, la zapatería de Astorga, la tienda de repuestos del Móvil,.. La imagen de la patrona hace un descanso al final de la cuesta, justo donde yo me paraba a mirar el escaparate de Mariló antes de comprar una chuchería en el kiosko de Manolo. Y luego dobla, con natural elegancia, para subir la escalinata de acceso a la iglesia, allí mismo donde yo me persignaba de niña delante del cuadro de la Virgen.

Dicen unos versos del poeta vejeriego Paco Basallote:

Paseo las viejas calles de la infancia,
acaricio sus piedras desgastadas,
pulidas por el tiempo,
y en el geométrico legado de su traza,
leo los signos escondidos
entre las briznas de hierba y la suavidad de la jabaluna,
y siento la verdad del tiempo
y los ritmos perdidos de la tierra.
Paseo las viejas calles de la infancia
y acaricio el tiempo detenido.”

El tiempo se detiene en mi casa. En el número cinco de la calle Rosario. En la casa donde nació mi madre, donde nacieron mis hermanos mayores, donde conservamos entrañables momentos de nuestra historia familiar. Se detiene el tiempo en esta casa centenaria, con su escalera empinada, sus balcones y su azotea. Cuánta vida en las azoteas hemos hecho la gente de este pueblo…

Recuerdo que desde ese mirador discreto y silencioso, con el olor de la ropa limpia en el tendedero, miraba las azoteas de los vecinos, el íntimo trasiego de sus vidas. Como gatos los niños saltábamos por los pretiles; jugábamos tanto por sus laberintos como en la calle. Ahí estaban, en la azotea de mi casa, los geranios y las macetas de nardos de las que brotaban espléndidas varas que adornaban los balcones del salón, envolviendo toda la calle con su intenso perfume a noches de agosto.


Me recuerdo de niña en esa azotea con la mirada abierta al campo, a la silueta imprecisa de pueblos que se ven en lontananza -Medina y Alcalá- el relieve de montes a lo lejos, carreteras que se pierden en el horizonte, cultivos con diferentes tonos verdes y ocres entre el recorrido sinuoso del río Barbate. Tierra trabajada por la mano de cuánta gente anónima, vidas sencillas y laboriosas, expertas en presentir las señales del cielo y los anuncios de la tierra, para adelantarse y prever la cosecha. Una honda sabiduría de personas curtidas en el esfuerzo que hicieron la historia de este pueblo y cuyas vidas pasaron, cuya memoria se borró. “Buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, / y en un día como tantos, / descansan bajo la tierra.” Así lo escribió el poeta Antonio Machado hablando de los labriegos de Castilla, como si quisiera referirse también a los de tantos otros lugares de España, a los labriegos de los campos de Vejer. Pienso todo eso cuando me asomo al mirador de la Corredera, o al mismo pretil de la azotea en el que me encaramaba de niña. Cuánto ha cambiado el pueblo pero cuántas cosas permanecen también inmutables en el tiempo. Ahora, como entonces, gráciles gorriones dan saltos diminutos por el borde del pretil; de vez en cuando corta el aire el vuelo veloz de algún grajo que sale del campanario. Y sí, ahora, como entonces, siguen las campanas volteando con el mismo tañido.

Crecí bajo el campanario. Su sonido es el más imborrable de mi infancia, su repique del 15 de agosto sigue resonando dentro de mí cuando lo evoco, como les ocurrirá a tantos vejeriegos.

La memoria selecciona: se queda siempre con los sonidos de todo aquello que amamos. Y también con los olores. Y para mí los olores de agosto en Vejer son los nardos en el balcón de mi casa, el jazmín del patio de María, y el olor a pan caliente que salía a medianoche de los hornos de la panadería de Márquez. La luz y el agua. Patios, azoteas, campanarios. El viento soplando con furia en los callejones. Esas son las impresiones vitales que forjan el alma.

Y forjan nuestras almas también las vivencias que se heredan; lugares y momentos que no viví pero de los que he oído hablar porque pertenecen a la memoria de generaciones anteriores. Somos fruto de la historia de este pueblo, que nos ha hecho ser como somos. En nosotros está el legado que nos dejó la honrosa valentía de ilustres vejeriegos, como Juan Relinque y su mujer Leonor Sánchez que defendieron nuestras Hazas, o la legendaria Catalina Fernández, luego llamada Lal-la Zhora. Pero también nos ha forjado esa otra historia callada protagonizada por héroes anónimos, vejeriegos que supieron, en algún momento difícil de la historia, estar a la altura de las circunstancias con una gran dignidad y un hondo sentimiento del deber. Son la huella silenciosa, pero fuerte, de nuestras raíces.

Soy consciente, y creo que todos los de este pueblo lo somos, de sabernos depositarios de una riquísima historia y de una larga tradición que hasta ahora hemos sabido preservar con orgullo y compartir con generosidad.

El 15 es la fecha señalada en la feria de agosto, pero ese día pasa y la velada continúa aún unos días más. Se repiten los rituales que marcan el calendario: se presentan ante la Virgen a los niños nacidos en el año, los matrimonios que celebran sus aniversarios de bodas preparan las ofrendas en la novena, se comparte con la patrona el recuerdo emocionado de los familiares fallecidos… Hay un clamor silencioso de fieles que expresan en la intimidad de sus oraciones los agradecimientos y las peticiones; y acuden a la Virgen de la Oliva para ponerse en sus manos.


En esos días miramos el programa de feria para ver qué espectáculos habrá en la plaza: un día, copla para los mayores; otro, payasos para los niños y cada noche la orquesta que cierra el baile con las canciones de moda del verano. Unas canciones que suenan vivas en la plaza pero que se van apagando a medida que uno se aleja y se adentra en el silencio de los callejones.

Y por todo el casco antiguo resuena durante la noche flamenca una música cargada de sentimiento: son los quejíos del cante jondo que viene de las murallas. Resuena a lo lejos el rasguido de una guitarraque se cuela con fuerza entre los visillos del balcón abierto. La cal de las paredes recoge el eco de los acordesy se confunde con el sonido de los grillos que le cantan a la luna.

Recuerdo especialmente de esas noches de velada los bailes en el cine Corredera, con la imagen de la Cobijada que parecía vigilar la entrada. Desde el mirador veíamos el ambiente de abajo: las pandillas de jóvenes, las parejas que van naciendo al calor de las noches de verano. Y cuánto hemos bailado también en esta plaza de los Pescaitos, en torno a la fuente, bajo los farolillos y las luces. Veo fotos de los bailes de otros tiempos; en ellas aparecen -risueños y joviales- aquellos muchachos de los años cincuenta, con el porte de los galanes de cine. Con qué discreta elegancia se marcan todavía un pasodoble estos matrimonios honorables, que apenas tienen ya ocasiones de bailar, y que recuerdan con ese pasodoble en pareja que también para ellos brilló alguna vez la primera juventud.

Mis recuerdos se confunden con los de otras personas que me precedieron. Yo también bailé y me enamoré en esos bailes de verano, en las noches de agosto en las que uno empieza a sentir la emoción de los primeros impulsos del corazón.

Así van pasando los días de la velada, hasta que llega el último, el día 24. En la parroquia, la Virgen ya ha bajado de su verde pedestal y espera preparada para el viaje de vuelta. En un silencio conmovedor se despiden de ella los últimos vejeriegos que acuden a su templo. La mayoría son mujeres y hombres que prefieren no despedirse en san Miguel, sino en la intimidad de la iglesia. Han vivido ya muchos veinticuatros de agosto y en cada despedida son conscientes de que van cerrando capítulos de sus vidas. La Virgen sigue eterna en su imagen, pero nosotros somos cada año un poco más frágiles, y nos sentimos más indefensos y vulnerables; por eso buscamos refugio a nuestros temores en la serenidad de su mirada de madre.

Las campanas suenan con fuerza mientras sube hacia el cementerio, hasta donde el cortejo oficial la acompaña. De nuevo el nudo en la garganta cuando suena el himno que marca la banda de música y la imagen se da la vuelta por última vez para despedirse de su pueblo. Se marcha y sentimos la tristeza de cuando se despide a alguien querido de la familia. Se acaba la velada y volvemos de nuevo a la rutina. Hasta el tiempo parece cambiar: las tardes son ahora más cortas, por la Corredera sopla un frío viento del norte y el cielo anuncia la llegada del otoño.

Así pasa una velada tras otra. Verano tras verano. Así pasaron para mí mientras fui creciendo. Y en cuanto tuve oportunidad, salí fuera de Vejer y sus fronteras, animada por las inquietudes que me empujaban -como a cualquier joven- a buscar otros horizontes, a iniciar mi propio vuelo. Necesitaba satisfacer una curiosidad que me despertaron muchas personas a las que quiero, pero sobre todo Paco Algora, que fue para mí mi primera ventana al mundo, a los libros, a mí misma. Y ahora que en el trabajo estoy cada día en contacto con jóvenes, veo lo necesario que es despegarse de los vínculos para volver luego a ellos desde la propia voluntad, empujados por el amor y la gratitud.

Recuerdo el día en que mi padre me acompañó a coger el autobús la primera vez que salí a Sevilla para estudiar: “Tú vete donde sea, pero no olvides tus raíces.”- me dijo. No las he olvidado. Y guardo además una deuda impagable con mis padres, que alentaron mis decisiones y me siguen esperando fielmente en cada regreso.

Cuando me marché a estudiar me separé de mis callejones, del campanario, de la azotea y cada vez que volvía al pueblo, después de pasar un tiempo fuera, veía desde el autobús que paraba en la Barca, la majestuosa araucaria, que era el punto de referencia de ese retorno. Y al subir la sinuosa carretera, cuando detrás de la primera curva aparecía repentinamente la imagen del campanario y la Corredera pensaba “Vista al pueblo” por fin, como decía mi abuelo. Aún hoy al venir desde Medina y Sierra Graná y ver majestuosa la silueta de Vejer recortada en lo alto se me viene a la mente de nuevo ese verso: “Vejer, raíz del viento y del ave”.

Así será por siempre. Este pueblo nació como enclave de referencia, como lugar de retorno. Más aún en el mes de agosto. En cada velada los que están fuera regresan a buscar sus orígenes. Como aves que emigran volvemos al nido de la infancia, porque necesitamos recordar de dónde somos y cuáles son nuestras raíces. Hundimos los pies en esta tierra a la que tanto debemos y repetimos amorosamente las costumbres que nos enseñaron nuestros mayores, y así nos sentimos más vinculados que nunca a la memoria de nuestro origen, a este pueblo cuyo signo llevamos grabado en el alma.

Vejer, entre el cielo y la tierra, mirador africano, dominador de la historia, con sus intrincados callejones que esconden misteriosas cobijadas, con sus murallas fortificadas y sus irreductibles almenas. Pero también pueblo de la miel, de la redondez de esquinas encaladas, del frescor suave de los patios y sus jazmines. Así es Vejer, estandarte de mi honra.

No sólo las palabras, también la música recoge la esencia de este pueblo y sus encantos: Vejer es como un sueño, un edén de cal y de flores. La muralla, la media luna de sus noches, el silencio. El jazmín y la piedra prendidos para siempre… Así lo canta Mariló Rico en este “Bolero de Vejer”

La memoria nos sirve para agradecer el privilegio de sabernos vinculados a esta tierra. Somos un pueblo que reverencia su historia y sabe cuidar su legado. Quiero creer que sabremos asumir los cambios que el tiempo impone conservando la autenticidad y la verdadera esencia de Vejer, que siempre brillará –como dijo su poeta- “ajena a los designios de los hombres, consciente de la eternidad de su belleza”,

Yo les invito a que disfruten en estos días de esa belleza eterna de Vejer. Disfruten del calor de la familia, de los amigos, del reencuentro con los paisanos. Paseen por las calles de la infancia y déjense conmover por sus recuerdos. Sientan hondamente las tradiciones que los han forjado, las palabras que los identifican y sobre todo vivan y compartan el cariño por nuestra patrona.


Que ella nos proteja y nos mantenga a todos unidos como hasta ahora.

Amigos, paisanos, visitantes del pueblo: les deseo que pasen una feliz velada de agosto y ¡viva por siempre la Virgen de la Oliva!

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Resumen biográfico de, Olga Rendón Infante;

Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y doctora por la Universidad de Cádiz. Actualmente imparte clases en el Instituto de Educación Secundaria Trafalgar, de Barbate, y pertenece al Grupo de Estudios de Literatura Española de la Universidad de Cádiz. Su natural inquietud la ha llevado a investigar los entresijos de la Literatura, sobre todo Contemporánea. Es experta en la poesía española de posguerra y su libro “Los poetas del 27 y el grupo Cántico de Córdoba” es fruto del trabajo de investigación que le sirvió para obtener un sobresaliente cum laude en la lectura de su tesis doctoral “Ricardo Molina y la Generación del 27 a través de un epistolario inédito”. Ha participado como conferenciante en seminarios y cursos de verano sobre literatura andaluza y ha publicado numerosos artículos para revistas, reseñas y capítulos de libros sobre escritores andaluces contemporáneos.

2 comentarios:

Jero Barrio dijo...


ENHORABUENA!!!!!un pregón precioso no tengo palabras para darle una calificación. Me ha recordado mi juventud en ese maravilloso pueblo y me he emocionado con él, de nuevo enhorabuena

Luis Manzorro dijo...

Nuestro compañero y amigo Gonzalo Díaz-Arbolí, me ha enviado el video del Pregón de la Velada en honor a la Virgen de la Oliva en 2018, por Olga Rendón Infante. Me ha parecido tan bonito que, junto con mi comentario, me he permitido compartirlo con el grupo, ya que, sobre todo muchos de los nuevos compañeros, no lo habrán visto.
******************
Antes de comentar nada, amigo Gonzalo, te doy las gracias por hacerme llegar el pregón en honor a la Virgen de la Oliva, de Olga Rendón Infante, en 2018
No es porque esté muy bien escrito y muy bien leído, eso era de esperar de una Doctora y Licenciada en Filología Hispánica, ni tampoco por su pausada y agradable voz; si me ha emocionado y me ha llegado al alma, es porque ha hablado de casi todo, desde lo más importante hasta los más pequeños detalles, que hicieron que mi infancia y parte de mi juventud, y la de muchos otros, fuera única. Con sus palabras, y algún toque de guitarra, me ha recordado los momentos en que mi madre me mandaba a comprar algo a La Cooperativa y, mientas esperaba mi turno, observaba feliz los juguetes que siempre había expuesto en la entrada, la eterna sonrisa de Sebastián, el buen humor y la simpatía de Tello…Me ha recordado, también, la amabilidad de Silverio, de Gonzalo… Incluso he sentido el aroma de las maravillosas vienas de la panadería Márquez. Me ha encantado la sensibilidad de Olga cuando habla de los “pequeños saltitos” de los gorriones en el petril de las azoteas, el vuelo rápido de los grajos, estorninos y palomas que abandonaban el campanario de la iglesia al oír los tañidos de las campanas, que junto con la voz del vendedor de piñones o de cisco, quedaron grabados para siempre en mi corazón. Escuchándola hablar de San Miguel, he recordado las bajadas y subidas por el paseo, en la feria, viendo pasar a las hermosas vejeriegas con sus vestidos nuevos, y cuando nos mirábamos, en sus ojos yo veía una venta abierta a un universo desconocido y maravilloso.
Y que decir de la poesía de mi primo Manolo Manzorro: "Vejer,/ raíz del viento y del ave,/ tallo eres del sol primero,/..." O de Paco Basallote: "paseo por las viejas calles de mi infancia,/ acaricio sus piedras desgastadas,/ pulidas por el tiempo,/..."
Para no alargarme más, solo diré que, si en aquellos maravillosos años hubiéramos sido capaces de embotellar esos momentos, el halo de los personajes que Olga cita, el espíritu invencible de nuestro padres y abuelos…a esos frascos le habríamos puesto una etiqueta que diría “ESTE FRASCO CONTIENE EL SECRETO DE LA AUTENTICA FELICIDAD"

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