El Arco de Trajano en Benevento, Italia.
Bajo el sol ardiente de la Bética nació un niño destinado a cambiar el mundo. Nadie en aquella tierra fértil del sur imaginaba que aquel hispano, de mirada clara y carácter práctico, llegaría a gobernar Roma y extender sus dominios hasta límites jamás soñados. Su nombre era Marco Ulpio Trajano, y el destino pareció esperar a que él apareciera para mostrar de qué era capaz la grandeza humana.
Trajano creció entre hombres que valoraban la disciplina y la palabra dada. De ellos aprendió que el poder solo tenía sentido si estaba al servicio de la justicia y del bienestar común. Quizá por eso, aun cuando su figura quedaría ligada para siempre a conquistas espectaculares, fueron sus obras civiles, y no sus victorias militares, las que sellaron su lugar en la historia.
Cuando Roma lo proclamó emperador, el Imperio ya era vasto; pero bajo su mando alcanzó su máxima expansión. Sus legiones atravesaron bosques, montañas y desiertos, empujando las fronteras hasta lo que hoy son Rumanía, Irak, Siria, Jordania e incluso Afganistán. Pero Trajano, pese a ser un general brillante, volvía siempre su mirada hacia otro sueño: construir un mundo más sólido, más unido, más digno.
çEscultura de Trajano en el Palacio Real de Madrid.
Fue entonces cuando apareció en su vida Apolodoro de Damasco, aquel ingeniero capaz de imaginar lo imposible. Juntos dieron forma a prodigios que, siglos después, aún desafían al tiempo. El acueducto de Segovia, el puente de Alcántara, el embalse de Proserpina, el majestuoso mercado traiano del Quirinal —primer centro comercial cerrado del mundo— y, sobre todo, aquel puente temerario sobre el Danubio, en tierras de Dacia, que parecía flotar sobre la corriente como una osadía hecha piedra.
Roma, bajo su mandato, se transformó. Calles, puertos, foros, vías… Todo adquirió un nuevo orden, una lógica que conectaba ciudades lejanas y hacía palpitar un imperio entero al ritmo de una sola idea: "el bienestar de los pueblos que lo formaban". La Columna Trajana se alzó como un pergamino tallado en mármol, narrando sin palabras las gestas del emperador; y, en su base, Trajano dispuso que un día descansaran sus cenizas, como si quisiera que su cuerpo permaneciera en la piedra que contaba su vida.
Pero ninguna obra refleja tanto su audacia como sus guerras dacias. Fue allí donde ideó pontones móviles que cruzaban el Danubio como si fuesen piezas de un gigantesco rompecabezas; allí donde torres flotantes vomitaban flechas como granizo; allí donde Apolodoro, con manos de genio, construyó el puente que aún hoy parece obra de otro mundo. Conquistó Dacia, sí, pero el precio no fue el del saqueo, sino el de unir territorios que hasta entonces parecían inconquistables.
Aun así, Trajano nunca dejó de preguntarse: ¿Puede Roma sostener tanto territorio? Tras las campañas contra los partos, una duda silenciosa empezó a acompañarlo. El cansancio no era militar, sino espiritual. Quien comprende la fragilidad de los hombres carga un peso más grande que quien lleva una espada.
En el año 117, en medio de ese cansancio profundo, la enfermedad —una neumonía oculta bajo una hidropesía traicionera— lo doblegó. El emperador que había llevado a Roma al cenit del poder, el hispano culto y justo, el hombre que construyó más puentes que templos, exhaló su último aliento lejos de su Bética natal. Su cuerpo murió, pero su legado quedó anclado en cada piedra colocada, en cada vía tendida, en cada idea que, aun siglos después, sigue recordando que hubo un emperador que brilló bajo el sol.
Un emperador para quien el poder, sin justicia, no valía nada.
Trajano, cuyo nombre completo era Marco Ulpio Trajano, líder militar y emperador romano que gobernó desde el año 98 hasta el 117 d.C. Su gobierno marcó uno de los períodos más prósperos y expansivos del Imperio Romano. Nació el 18 de septiembre del año 53 d.C. en la ciudad de Itálica, en la provincia romana de Hispania. Actual España.
Gonzalo Díaz Arbolí

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