26.11.23

Él y yo, frente a frente.

Pareja de ancianos tomando el sol. Foto del editor

La semana pasada estuve de visita por pueblos de La Mancha. Un ejemplo de mis cortos viajes pero que son muy  instructivos y gratificantes. 
   Y ahora estoy escribiendo desde el tren de vuelta y que me llevará a casa en un par de horas. El día está lluvioso desde que salimos, circunstancia que hace que el campo se vea envuelto en una especie de neblina que lo difumina y lo convierte en un paisaje de ensueño. Me quedo un rato inmersa en esta sensación…
   Y ahora os cuento mis experiencias:
  En los pueblos que visité, me fijé en la gente y observé que los vecinos se saludan todos y es que todos se conocen desde pequeños.
─Eh, ¿ ande vamos…
─Por aquí, ya ves.
─Ea, con Dios,
─¿No vas pa´lla?
─“Pue” que sí. A ver qué dice la parienta.
Y así se ponen al día.


Uno de los pueblos, con una iglesia fantástica, del estilo de los Austrias, hermosa y con su fachada principal que daba a una espléndida plaza porticada, me dejó impresionada. Además te sorprendía porque no era un pueblo grande, todo lo contrario; tenía las casas bajas alineadas a lo largo de la carretera, con cables trenzados de esos que cruzan la calle y que te estropean la fotografía.

En el muro de uno de los edificios colindantes, había un azulejo blanco con letras en color azul añil. Me llamó la atención por lo que decía: “Luces de la Iglesia y de la plaza”. Yo no había visto nunca tal cartel y me dije:

-“Lo harto que estará el alcalde de decir al encargado de mantenimiento dónde está el interruptor, que se lo ha dejado grabado en la pared”.

Que digo yo que eso es lo normal que se piense… Pues no; mis compañeros de tertulia, que son muy listos ellos y muy viajados, se rieron de mí porque ese no era precisamente el cometido de dicho anuncio. Ni la caja que estaba al lado era la de los “plomillos”. No; todo más fácil. Por lo visto, en los monumentos se suele poner ese cartel y esa cajita para que quien quiera ver iluminado dicho monumento, eche unas monedas en la caja, que para eso tiene una ranura que yo confundí con una raja en la tapa; así no se derrocha luz y solo se enciende cuando se paga. Esto lo escribo para aviso de navegantes, que espero no sea yo la única lela que va por el mundo.

Estando en la plaza sonaron las campanas llamando a misa de once. Mientras los feligreses oían misa, me dediqué a hacer fotos de la preciosa plaza manchega porticada…
¡Y allí estaba él!
Inmóvil, como un elemento más de la plaza. Un vejete menudito, jateado de domingo: pantalón oscuro, sin raya, y pronunciadas las formas de las rodillas como de usar mucho el mismo pantalón, jersey de colores oscuros, y llevaba un sombrero de paño. Las manos metidas en los bolsillos del pantalón.

Yo, desde el centro de la gran plaza, me le quedé mirando fijamente; parada también. Él estaba bajo el arco de acceso a la plaza, en todo el centro, con las piernas un poco abiertas en actitud desafiante, o tal vez era un recurso para mantener el equilibrio… ¡no sé! El caso es que allí estaba, más chulo que nadie.

Frente a frente como dos pistoleros del Lejano Oeste. Él mantuvo todo el tiempo la mirada fija en mí. Llevé mi mano lentamente hasta el bolsillo de mi chaquetón y… ¡zassss! le disparé una fotografía. No se inmutó y me acerqué despacio. Él sin perder compostura esperó a que me acercara. Cuando estuve a su lado le sonreí y le tendí la mano. Nos dimos un suave apretón de manos: yo, por miedo a hacerle daño, y él, seguramente, porque mucha fuerza no tenía.



Le pregunté cómo se llamaba. Me dijo que su nombre era José Ramón: José por su padre y Ramón por su abuelo. A ver, que yo no había preguntado por tanto detalle, pero él me lo dijo lleno de orgullo y eso me encantó.

Le pregunté si era del pueblo y contestó que había estado allí toda su vida y que tenía ochenta y nueve años. Le dije que me gustaría darle un abrazo, que si me lo permitía. Y… ahí sonrió con los ojillos y con toda su cara. Le di un abrazo con todo mi cariño y él se dejó hacer. Seguimos charlando un poco más y me despedí. No se movió. Le di la espalda y continué mi camino. Me volví para verle y allí seguía, inmóvil y con la mirada al frente o hacia ninguna parte, recordando lo vivido.

Laurentina Gómez Rubio

3 comentarios:

Marbou dijo...

Entrañable José Ramón, el Clint Eastwood de la plaza del pueblo 😉
Que bonito leerte, Tiny 😘🌹
Gracias, Gonzalo por traernos este relatillo .
Me encanta como escribe y describe, la más guapa de los tertulianos 😉

LUIS MANZORRO BENITEZ dijo...

Estas cosas, estos detalles, esta forma de vivir, pausada y amable... es lo bueno, los maravilloso que tienen los pueblos. En las ciudades parecemos robots; la gente no saluda, casi ni se miran a los ojos, más bien, como mucho, levanta la mirada del móvil, observan al de enfrente de cuello para abajo, y sus ojos vuelven a la pequeña pantalla.
Bonito relato, amigo Gonzalo.

Julio R. de la Rúa dijo...

Tiny, esa sencillez y belleza de tu relato, emociona...y hacen resurgir sentimientos buenos.
Por eso te estoy agradecido a tí y también a Gonzalo, por su publicación.

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