Toda mi vida he visto colgado el mismo cuadro en un lugar preferente de la casa familiar. Presidiendo el salón siempre ha estado esa pintura de textura rugosa, de parcos colores: negro, ocre, marrón… que dibujan una cantarera de madera con tres cántaros sobre la que cuelga un cencerro en un fondo de pared blanco. Ese cuadro sencillo y sobrio retrata el detalle de una casa de campo, la estampa del tiempo detenido en un rincón donde se mantienen al fresco los cántaros de agua. El calor del trabajo en la huerta, los andares lentos y parsimoniosos de las vacas bajo el sol, la dura vida del campo, en definitiva, se intuyen en esos preciosos detalles de la cantarera y el cencerro. Abajo a la derecha, la firma de Manzorro. A mi padre, criado en ese ambiente rural, le encantaba este cuadro. Que tuviéramos en casa la obra de un paisano de Vejer no es tan extraordinario. Quizás lo raro es que el mismo nombre de Manuel Manzorro apareciera cuando mi padre nos recitaba un poema que comienza con el verso “Vejer, raíz del viento y del ave” y que pervive ya para siempre en nuestra memoria, como permaneció en la suya. De manera que, el mismo artista que había pintado aquel cuadro, había compuesto también ese poema.
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Es cierto que a Manuel Manzorro siempre se le ha vinculado a la pintura, con una trayectoria de impresionante prestigio y reconocimiento internacional que lo avala como uno de los grandes especialistas del mundo en la técnica del grabado. Sin embargo, su obra poética –tan desconocida como sorprendente y particularísima– complementa a la perfección el universo pictórico del artista, porque dibuja –con palabras esta vez– el paisaje, el ambiente, el espacio rural que configuran la esencia de Vejer. Todo responde a un mismo impulso creativo que se nutre de la observación y la vivencia del entorno. Responde a un concepto del arte total que se sustenta lo mismo en la paleta de colores que en las palabras. Lo que el artista intenta es traducir la realidad en la que nació y creció en un lenguaje artístico que conecta con los sentidos, que va directo a la mirada, al oído, a la percepción sensorial que despierta las vivencias y los recuerdos. Por eso a mi padre le gustaba tanto mirar ese cuadro y recitar esos versos a Vejer, porque la pulsión artística de Manzorro –da igual cómo se expresara– comunicaba con su emoción.
En agosto del año pasado se desarrolló un encuentro organizado por la Real Sociedad Económica de Amigos del País con la colaboración del Ayuntamiento de Vejer que pretendía poner la atención en la obra poética del pintor. En aquella ocasión, coincidiendo con la exposición de unas sesenta obras organizada por la Delegación Municipal de Cultura que llevaba por nombre “Vejer. Pueblo-Adentro”, el propio autor hizo –con pudor y extrañamiento para sí mismo– la primera lectura pública de su poesía. Su entrañable amigo y gran conocedor de su obra Gonzalo Díaz Arbolí acompañó el recital con una magistral charla bajo el título “Palabras de campo adentro. Poemas para ilustrar imágenes. El silenciado arte de Manuel Manzorro”. Pudimos escuchar en aquella ocasión al poeta declamar sus versos y allí estaba de nuevo –expresada con palabras auténticas y terruñeras– su infancia en Patría, ese entorno hostil, pero siempre estimulante para los sentidos de un niño, que es el campo abierto, la naturaleza domesticada que puede ser salvaje al mismo tiempo. Las labores agrícolas, los utensilios y herramientas de la briega propia de la vida campera, los animales con los que se comparte ese espacio rural, los árboles, hierbas y plantas de ese particular paraíso son el motivo recurrente no solo de su obra pictórica, sino también de su poesía. Y lo curioso es que no es una poesía popular o costumbrista, sino rompedora, arriesgada, que pone a prueba las palabras eligiéndolas por su sonoridad, por su poder de evocación, por su textura casi. Igual que se eligen las formas y los colores, la luz y la composición en un cuadro, con ese mismo talento y sensibilidad Manzorro elige las palabras y las coloca en el verso creando un ritmo, una impronta que se hace reconocible y que le sirven para recrear desde el arte una galería de la memoria por la que transitan objetos, personas y lugares que marcaron su infancia y juventud.
También la plasticidad de la pintura se traduce en métrica. En este sentido, Manzorro trabaja lo mismo el verso libre que sonetos de versos bien medidos y tasmeados. Observamos sus poemas y comprobamos que le sale de manera natural el empleo de la sinestesia, que es un recurso en el que se combinan sensaciones que se perciben por sentidos diferentes, de manera que su poesía es tremendamente sensitiva, colorida, sonora, plástica. Fíjense, a modo de ejemplo, en estos versos del poema “Enjaulando claridades” en los que escuchamos trinos de pájaros, la lluvia en el tejado, la risa infantil que busca el abrazo. Y olemos el pan del horno o el rescoldo de la hoguera. De igual modo apreciamos la paleta del pintor cuando nos señala la sombra azul de los álamos blancos, el color cenizo del plumaje del ave, el nácar brillante de la luna… En estos versos se evoca, con tremenda ternura y nostalgia, aquella infancia llena de penurias y miserias que se encarna en la palabra gracias a la memoria febril y emocionada de los sentidos:
De tanto y tanto acordarme ocurre,
que de súbito me brota
de par en par un campo en la tristeza,
destilándome pájaros,
supurándome tercios doloridos,
ásperas penurias y tristes claridades,
desconchadas ternuras
y arpegios de lluvia en la techumbre…
Y de camino recordarte
el asombro, de linde a linde, de mis ojos
enjaulando claridades
entre cenizosos plumajes y carruseles de trinos,
bajo las nácares lunas y el perfume del horno,
y las azules umbrías de álamos blancos,
cuando mi risa buscaba
el socaire de tus brazos
y el rastro de tu aroma
a pan dormido y a rescoldo.
En noviembre de 2020 el Ayuntamiento de Vejer tuvo a bien otorgarle el Premio Cultural Honorífico “Juan Relinque” en reconocimiento a su trayectoria artística y a su vinculación con este pueblo. Ese merecido homenaje podría incluir, a día de hoy, la puesta en valor de su obra poética, igualmente vinculada a sus hondas raíces vejeriegas.
Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y doctora por la Universidad de Cádiz. Actualmente imparte clases en el Instituto de Educación Secundaria Trafalgar, de Barbate, y pertenece al Grupo de Estudios de Literatura Española de la Universidad de Cádiz. Su natural inquietud la ha llevado a investigar los entresijos de la Literatura, sobre todo Contemporánea. Es experta en la poesía española de posguerra y su libro “Los poetas del 27 y el grupo Cántico de Córdoba” es fruto del trabajo de investigación que le sirvió para obtener un sobresaliente cum laude en la lectura de su tesis doctoral “Ricardo Molina y la Generación del 27 a través de un epistolario inédito”. Ha participado como conferenciante en seminarios y cursos de verano sobre literatura andaluza y ha publicado numerosos artículos para revistas, reseñas y capítulos de libros sobre escritores andaluces contemporáneos.
Gonzalo Díaz-Arbolí
5 comentarios:
Fantástico artículo de Olga Rendón, que guardo para volverlo a leer. Por decir algo que la filóloga, profesora e investigadora no haya dicho, y conociendo las raíces de Manolo, me atrevería a decir que lo increíble de Manuel no es a donde ha llegado, sino de donde salió, y las enorme dificultades que habrá encontrado (algunas las conozco bien), para llegar. No me extraña que Manuel Manzorro sea un gran pintor, poeta y grabador, lo que me extraña es que no sea, también, un gran escultor, porque lleva tan dentro de su alma a Patria, sus arroyos, sus animales, sus campos, sus arroyos, sus trampales, sus fuentes, sus costumbres, sus gente... que para exteriorizar y plasmar en algo físico ese sentimiento, se hizo pintor, y cuando la pintura no fue suficiente para expresar lo que sentía, se hizo poeta, y luego grabador, y quizá, un día pensó en esculpir en piedra a un gañán, con la piel quemada, los brazos fuerte como troncos de acebuche, ropa sudada y llena de jirones... bebiendo bajo el sol agua fresca del búcaro.
Que belleza de poesía,que amor por su tierra y que sentimientos tan grandes provoca en quienes tenemos la suerte de leer su poesía.
Tener y contemplar sus cuadros y sobre todo haber conocido a este gran personaje y persona como es Manolo Manzorro.
Si, y qué bien escribe también Olga, tía Amalia
Leyendo el artículo de la Dra. Rendón, que dicho se de paso me ha parecido excelente, me ha recordado un sinfín de conceptos que también yo (modestamente), he publicado en algún artículo. La felicidad no depende de lo que pasa a nuestro alrededor, sino de aquello que pasa dentro de nosotros mismos, y sólo consiste en considerar como bueno todo lo que hagamos, poniendo nuestro corazón en ello. Creen muchos que la felicidad consiste en lq adquisición y en la extensión del conocimiento humano, y al fin de alcanzarlos, estudian, viajan, envejecen sobre los libros, y cuando al final de sus días se creen en las puertas de la felicidad, conocen que saben que no saben nada, como decía el gras Sócrates. Multitud de reflexiones de esta índole podrían hecer4se, pero al final concluiríamos en lo mismo.¿Quien es, en general, el hombre verdaderamente feliz? Cual es el carácter que debe tener. Para decirlo en pocas palabras, el hombre feliz es aquel que sus motivos derivan de impulsos de su corazón y, que el móvil es, el bien y el deber. En la vida de todo hombre se llega a un momento en que descubre que la envidia es ignorancia; que la imitación conduce al suicidio, que para bien o para mal, ha de aceptarse a sí mismo como lo que es y, por tanto, nada mejor para alcanzar la felicidad que entregarse a los demás con sinceridad y sin disculpas. Y eso, queridos amigos, es lo que yo percibo en la vida y obra de Manuel Manzorro. Honestidad, rigor estudio, dedicación, humildad. respeto, amor y capacidad de compartir todas sus pertenencias intelectuales, con los demás. Yo, personalmente, por eso lo admiro tanto. Un fuerte abrazo Manolo.
Hermano, me quedo con el último párrafo de tu comentario y añado el último párrafo también, de una entrada que hice en mi blog sobre la visita que le hice a Manzorro hace un mes:
Hay dos etapas de la vida que determinan el paso del tiempo: la juventud y la vejez y en esta última estamos.
En la despedida nos abrazamos con la promesa de vernos pronto. Trato de retener todo lo que hemos vivido y aprendido.
Me comentaba Inma -mi mujer- ya en el coche de vuelta a casa, la soledad en la que se queda nuestro amigo y, yo le recordé que la soledad es el paraíso de los artistas. En su oda a la vida solitaria Fray Luis de León escribió:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;
Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!
Hagamos posible que estos recuerdos idílicos permanezcan en el lugar más soleado de nuestros corazones.
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