Segundo capítulo
Estuvo Juan el Rufo (así era conocido el padre de Evelita), los primeros días de su viudez sin saber lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir a su querida esposa perdida. Púsose más amarillo de lo que comúnmente estaba y le salieron algunas canas en el pelo y en la barba. Pero el tiempo cumplió, como suele cumplir siempre endulzando lo amargo, limando con insensibles dientes las asperezas de la vida y aunque el recuerdo de su esposa no se extinguió en su alma, el dolor fue calmándose; los días fueron perdiendo lentamente su fúnebre tristeza y retornó a sus habituales ocupaciones. Ella, se refugió en su casa. Don Aniceto la visitó con cierta frecuencia y como éste era un hombre de “los buenos”, y le había cogido tanto cariño, la acogió en su hogar, le encomendó la administración y el cuidado del mismo y así transcurrieron los años de la contienda. Acabada ésta, Don Aniceto por mor de sus muchas virtudes (intelectuales y de las otras) y su apego a la Santa Iglesia, a sus cultos y sobre todo, la devoción a la Virgen de la Oliva, con la recomendación de tenerla siempre presente en sus oraciones, así como, por la estrecha relación que mantenía y había mantenido con el clero, fue nombrado ayudante personal del Gobernador Civil de Cádiz, localidad a la que hubo de trasladarse, llevándose consigo a Evelita. Allí permaneció durante cinco años y conoció al que después fue su marido. Era un hombre de Medina que prestaba el servicio militar en el Gobierno Militar de Cádiz. No era de grandes luces ni de gran posición social, pero se gustaron, vieron que tenían un origen similar y muchas cosas en común y se casaron.
Se fueron a vivir a Vejer, a una pequeña casa que les procuró Don Aniceto y allí hicieron su vida y tuvieron tres hijas como tres hermosos soles, a las que criaron y educaron en la más estricta observancia de los principios de la fe católica. Desde su más tierna infancia, Doña Evelia (ya está casada y se le debe ese tratamiento), que aún no había superado lo acaecido en el entierro de su madre, les fue inculcando la idea del respeto que se les debe a los vivos, pero especialmente a los muertos y cómo, necesariamente hay que respetar siempre la última voluntad de estos. Cuando ya sus hijas tenían dieciséis, catorce y doce años, les hizo saber que su mortaja, con la que habrían de vestirla para el último y postrer viaje, lo tenía en la parte superior del armario que había en su dormitorio. Se lo recordaba con mucha frecuencia diciéndoles:
- Sabed las tres, y a las tres os lo encomiendo, que el día que me muera quiero que me vistáis con la ropa que hay guardada en aquella caja (señalándola) que está encima del armario. Es mi última voluntad y os pido que la respetéis.
- Si, mamá, contestaban al unísono las tres hermanas. Se miraban entre ellas y se decían ¡que pesada es con el tema!. !Con lo que todavía le queda de vida¡
Su marido, un buen hombre que siempre la trató muy bien, le dijo al principio de su matrimonio, que los muebles aunque fueran poco, debían ser buenos y por eso mandó construir un dormitorio principal a un carpintero de Medina, amigo suyo, que le duró hasta el día de su muerte. Era una cama recia, de madera de roble con dos mesitas de noche, una cómoda y un armario de doble cuerpo. La habitación, aunque no muy amplia, era lo suficientemente espaciosa como para que cupieran con holgura y, además, en la pared de enfrente de su cama existía un vano que parecía hecho a medida para el armario, porque cabía a lo justo. Encima de ese armario era donde estaba la caja de cartón, perfectamente embalada, en la que ella guardaba su mortaja, y que en tantas ocasiones le había señalado a sus tres hijas recordándole lo que debían hacer el día de su muerte.
En 2.004, un frío día de Febrero, murió su marido. Tenían entonces 11 nietas y nietos y dos biznietos. A pesar de que sus hijas, nietos y nietas eran cada cual por su estilo, verdaderas joyas o como bendiciones de Dios que llovía sobre ella para consolarla en su soledad, cayó en profundo abatimiento físico y moral, ya que habían estado 61 años felizmente casados.
Se dispuso a cumplir los últimos deberes con su marido. Lo lavó y lo vistió con ayuda de sus hijas y lo velaron en casa durante toda la noche, porque para ella eso era sagrado. Lloraba en silencio y daba unos suspiros que se oían en toda la casa. Pero, como cuando murió su madre, el tiempo obró como siempre. La perdida absoluta de la esperanza, le trajo la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo y encontró la paz. Su vida se limitó a esperar el momento de reunirse con su marido y se dispuso a morir.
FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO. Continuará
Javier Díaz Arbolí
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