El día ha amanecido tranquilo y luminoso aunque aparecen nubes por el sur. Espero que no vayan a más y tengamos un día bueno para navegar por el aire, sin contratiempos que alteren mi cotidiano recorrido: por la mañana voy del muelle a la plaza del Cabildo, y por la tarde, a la inversa. Aprovecho para visitar las azoteas del camino, donde siempre encuentro algún resto de comida. Hago un primer vuelo de reconocimiento; todo está en orden: la fuente de la plaza con los surtidores, los puestos del mercado recién colocados, el cartero repartiendo la correspondencia a pie, las calles recién regadas, y los primeros compradores acercándose a las tiendas.
Perdonad si no me
he presentado antes. Soy Pepa, la gaviota y aunque lo parece, no soy nada
seria; es que quiero causar buena impresión a los vecinos. Vivo en esta ciudad
canaria desde hace años.
Iban felices por la
calle peatonal camino de su tienda. Compartían la zona con otros comerciantes
con sus tiendas y bares. Todos son vecinos y amigos: Carmen, de la
parafarmacia, Manolo, el aparejador; M. Ángeles, la amiga y vecina de Inma;
Manolo y Sari, los del bar; Carla y Georgina, de la inmobiliaria; Pedro, de la
oficina de alquiler de coches…
Los conozco a todos porque en
mi paseo diario me quedo en la torre del Cabildo que está en la plaza. Desde
allí lo diviso todo y me procuro comida en el bar de Manolo y Sari, desde donde
se ve el mar y me encuentro como en casa. Otras veces me poso en la torre de la
iglesia y da gusto sentir la brisa entre mis plumas.
Es un placer comprobar que la
vida en este lugar es tranquila y la más adecuada para que esa niña, que
apareció por aquí, pueda crecer rodeada de paz y cariño.
Esta repreciosa
criatura nació después de ser esperada durante años. Pero valió la pena todo
ese tiempo. Toda la familia estaba expectante ante el parto, y sus abuelos
maternos, vinieron desde El Puerto de Santa María, un lugar también bañado por
el mar y al que algún día iré para ver a la niña cuando se vaya. Espero que
sólo sea de vacaciones. Su abuelo paterno, que vino desde Argentina y pudo
estrecharla entre sus brazos. Querían estar al lado de la feliz mamá en el
momento del nacimiento. Inma estaba segura de que su niñita nacería sana y todo
iría bien. Y así fue.
Su papá, Gustavo, estaba
pletórico; no recordaba un momento tan feliz desde que conoció a Inma, la mamá.
Cuando tuvo a la niña en sus brazos por primera vez, la miró embelesado. Se la
enseñaba a todos, como quien enseña un tesoro. ¡Y es que era su tesoro!
Yo me enteré de todo
porque tengo que escuchar y ver lo que ocurre en mi territorio. A ver, que no
soy una cotilla, o al menos no una cotilla improductiva. Hago mi labor
controlando para que la convivencia no se vea alterada. Cuando ocurre algo que
pueda suponer un contratiempo, me pongo a graznar como una loca y alerto a la
gente, que sale para ver lo que está ocurriendo, y así soluciono el problema.
Los humanos no saben distinguir a las diferentes gaviotas; para ellos, todas
somos iguales. Me aprovecho de ello para pasar desapercibida y hacer creer que
no hay nadie vigilando.
Hoy día, después de algunos
meses desde el nacimiento de Irene, la calle ha cambiado. Sigue siendo la
misma, pero a la hora de la apertura de las tiendas hay un movimiento especial
de gente abriendo las puertas y arreglando las entradas. Los vecinos se saludan
y comentan sus cosas. Lo hacen como si de una gran familia se tratase. ¡Y lo
que charlan, por Dios!
Y no es que antes no se
saludaran, pero ahora les une algo más que el hecho de dedicarse a la misma
actividad; ahora hay un algo que les une y que yo se lo noto en sus miradas y
en su modo de comportarse. Ese algo es la muñeca que recorre la calle como si
fuera toda ella su casa. Tiene una amiga un poco mayor que ella con la que
juega y ríe feliz.
Va de puerta en puerta
saludando a todos, buscando a todos, sonriendo a todos, echando los brazos a
todos…¡A todos, menos a mí!
Al
principio no me miraba, pero un día me posé a su lado, en el banco que hay en
medio de la calle y que ha hecho suyo. ¡Yo estaba tan nerviosa! Me miró, la
miré y conectamos. ¡Qué intercambio de miradas!
Me
enamoré de ella al instante. Me quiso coger pero tengo que demostrar que soy un
ave un tanto arisca y no quise perder mi compostura ni mi fama de solitaria.
¿Qué dirían mis colegas si vieran que una niña me acaricia? Me quedé con ganas
de que me pasara su manita, tan regordeta, por mis plumas… ¡Cómo siento haberme
retirado! ¡Dichosos prejuicios…!
Esta mañana ha llegado más
graciosa que nunca. Os cuento cómo es.
Por lo pronto deciros que
tiene sólo dieciséis meses de edad. Así os podéis imaginar el tamaño de la
chiquitina. Es vivaracha, con cara redondita y con una mirada inocente pero que
con ella logra enganchar a todo el que la mira. Tiene un pelito sedoso y liso,
aunque a la altura del cuello se le forman rizos y, he oído decir a la abuela
Inmaculada, que es lo mismo que le ocurría a la mamá cuando era pequeña.
Yo la distingo desde lejos por
su indumentaria; va vestida de forma diferente al resto de las niñas. Su madre
se encarga de ello, de crear su estilo. Trae puesto un pantalón estrecho, de
color gris, y una camiseta de mangas largas y que tiene dibujados unos
divertidos gatos. Al cuello lleva un pañuelo a modo de bufanda que la hace
mayor. ¡Está preciosa! ¡Palabra de gaviota! Pero hay algo que me gusta menos,
aunque reconozco que la hace más linda aún, y es que le han puesto unas bonitas
gafas de sol, de color rosa. Que digo yo que está muy bien para protegerla del
sol, pero… ¿ha pensado alguien en mí? ¡No podré ver sus chispeantes ojos y no
nos comunicaremos!
Y ahí está, en
medio de la calle, mirando atentamente a todo el que pasa. Saluda con su habla
incipiente y con su sonrisa que enamora. Su madre sabe en cada momento dónde
está y con quién se ha parado. Si en la parafarmacia con Carmen, que la deja
jugar con el ordenador; si en casa de los chilenos; si con Mª Ángeles o
Sari que se la llevan de compras… Pero es que todos la vigilan como si de su
hija se tratara.
¡Eh, que yo también
colaboro! Cada día me he ido acercando más a ella y jugamos. Ya no huyo
volando; lo que hago es dar saltitos a su lado y ella juega a cogerme. ¡No hay en
toda la isla una gaviota más feliz!
Desde que llegó a mi rincón,
no hay día malo aunque llueva, truene o nos azote el viento. Desde el alero del
tejado de la tienda de su madre, vigilo para que la calle esté a punto, pues mi
niña ha de ser siempre feliz. Es el objetivo que me he marcado y nunca hubo un
trabajo más placentero.
Acaban de cerrar las tiendas y los dueños se van despidiendo. Van desfilando y ese rincón de la calle va quedándose callado y tranquilo.
Irene se va con los padres hacia el coche aparcado en la parte de atrás. Lleva sueño y dentro de poco dormirá plácidamente y ¿quién sabe? A lo mejor sueña con una gaviota que la lleva volando a dar un paseíto por los aires.
Los veo desaparecer y me quedo
en la torre sintiendo que ya la echo de menos…
Pero bueno… ¡Mañana será otro
día para estar con ella!
Relato de: Laurentina Gómez Rubio
Puerto de
Santa María, diciembre de 2016
2 comentarios:
Precioso relato Tiny y que de forma ineluctable nos sitúa ante el fenomenal best-seller de Richard Bach "Juan Salvador Gabiota", pero no por ello desmerece un ápice el tuyo, que no nos induce, en modo alguno, a comparación, si no, todo lo contrario, a gozosa y brillante similitud.
En otro orden de cosas y al margen del valor literario se nota que la sombra del abuelo materno es más alargada que la del ciprés de Miguel Delibes...
Me ha encantado el relato, y creo que ponerle mente y alma (que no sé si es lo mismo), a una gaviota para que ella cuenta la historia, es una estupenda idea. ¿Quién puede asegurar que los animales no tienen alma?
Ojalá Leonardo Da Vinci tuviera razón y se cumpla lo que dijo: "Tiempo vendrá en que los hombres miren a los asesinos de los animales como hoy miran a los asesino de los hombres"
Gracias y enhorabuena!!
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