2.9.23

Nicolás y Manuela. Relato acaecido en Vejer.

 Relato (rumores) sucedido en Vejer,  corrían los años 50 s. XX

    Esta es una de esas historias que has oído contar desde que eres pequeño y que no sabes si es cierta, o forma parte de las leyendas que se trasmiten de generación en generación y/o, que pertenecen al acervo cultural de una gran multiplicidad de pueblos donde todos los convecinos se conocen. Ocurre algún tiempo después de la Guerra Civil. Una vez finalizada ésta y asentado de manera definitiva el nacional catolicismo.


    Nuestro convecino, al que llamaremos Nicolás, tiene por esas fechas 32 años. Está casado y tiene tres hijos. Vive con su mujer (Manuela), su suegra y sus retoños en la casa familiar situada en el Centro de Vejer, muy cerca de la Parroquia. De buena familia y un trabajo “adecuado”. Le gusta tomar copas y aperitivos con los amigos, contar chistes subidos de tono y jugar la partidita después de comer, una vez acabada la siesta. Todos dicen que es un tío simpático, agradable, un poco verde pero que se pasa muy bien con él. 
     
Con la mujer el menor tiempo posible porque, ya se sabe y como él mismo dice, es un poco brusca en el trato, manda más que un Sargento y no hace más que reñirme porque no me comporto de manera adecuada. Le dice ella que en el pueblo todos hablan de él, de lo mundano que es, de lo poco cumplidor de sus obligaciones y que le gusta tomar copitas más de lo normal. Él, por el contrario, opina que es ella la que no para de cargarle.     Que él no hace nada que no hagan los demás, que como a ella no le gusta hacer “esas cosas”, pues que lo tiene aburrido y amargado… 
   
    Decidido a que la mujer dejará de reprobarle su conducta, y a parecer bueno (como la mujer del César: lo importante es parecer, no serlo), decide regularizar su situación social. Empieza por ir a misa con asiduidad, a visitar al Párroco, no toma copas antes de comer, ser puntual en sus llegadas a casa, salir con su mujer los domingos, pasar las tardes en casa con la esposa e hijos… y como colofón, se apunta a la Adoración Nocturna (práctica muy habitual en aquellas fechas que consistía en que los hombres hacían turnos de madrugada delante del Santísimo, en actitud de oración), y que todo hombre de bien que no lo hiciera, podía parecer persona de malas costumbres y hasta ser tachado de “rojo”. 
  

 La mujer, que no sale de su asombro, observa el cambio que se ha producido en su marido, considera que se ha obrado un milagro, reza hasta la saciedad dando gracias a Dios por las nuevas venturas y ofrece limosnas y enciende velas para agradecer tanta felicidad. Incluso la suegra, que hasta entonces apenas lo miraba y ni siquiera le dirigía la palabra, cambia su actitud hacia él y se muestra solícita y cariñosa. Entre las dos le hacen la vida placentera. 

Una vez conseguida la confianza, el marido empieza a volver a salir a tomar copas, jugar la partidita... con el beneplácito de sus mujeres (esposa y suegra); primero poco a poco y más tarde casi con la misma regularidad que antes. 
    Las mujeres, aunque con la mosca detrás de la oreja, piensan que no es como antes, que ahora está bien (un hombre necesita hacer sus cosas) y, como lo ven que sigue acudiendo a la Adoración Nocturna con regularidad, no le dan mayor importancia. 


    Una noche, en pleno invierno, de esas veces que corre el viento del norte y en Vejer hace un frío que parece que se te rompe el alma y, además, llovía a cántaros, Nicolás había salido como hacía dos veces por semana, a la Adoración Nocturna. Manuela, a eso de las 00,30 horas se despertó con el estruendo que producía el temporal en el balcón y mirando a través de los cristales y comprobando como estaba la noche, sintió pena del marido y se dijo a sí misma: 

    -¡Dios mío, que noche hace¡ El frío que debe estar pasando el pobre Nicolás en la Iglesia, allí, delante del Sagrario y de rodillas. Si esa es la parte de la Parroquia donde más combate el frío. Si lo sabré yo que voy a diario a hacerle la visita al Santísimo. 

    Ni corta ni perezosa, se fue a la cocina, preparó café muy caliente, lo vertió en un termo y, vistiéndose muy rápidamente, cogió dos mantas y salió a la calle encaminándose a la Parroquia. La puerta principal estaba cerrada y recordó que le habían comentado que por las noches los hombres entraban por la parte lateral; por la entrada que hay en la calle José Castrillón, frente a la sombrerería de Nicolás. Hasta allí se encaminó soportando el azote del frío y de la lluvia. Tuvo que llamar varias veces a la puerta hasta que salió a abrirle Juan José, un amigo del marido que era de misa y comunión diaria, que al verla, se llevó un gran susto: 

    -¡Manuela! ¿Qué haces tú aquí a estas horas? ¿Es que ha pasado algo grave en tu casa?  A lo que ella respondió: 
    - Que va, Juan José, lo que ocurre es que con el frío que está haciendo me he acordado de que Nicolás no ha traído mucha ropa de abrigo y le he traído mantas y un poco de café caliente para su turno. 
    - ¿Pero es que Nicolás está aquí?, ¡yo no lo he visto! No me digas que tu marido se nos ha convertido y está viniendo a adorar al Santísimo. 
    -¿ Pero, Juan José, si mi marido lleva más de un año viniendo dos noches en semana y llega a casa al amanecer?. ¿Es que nunca habéis coincidido en los turnos? 
    - Siento decírtelo, contestó Juan José, pero el responsable de los turnos soy yo y hasta ahora, que yo sepa, tu marido nunca ha venido por aquí. 
Manuela sintió un vuelco en el corazón, hormigueo en las piernas y un pellizco en el estómago y contestó balbuceando: 
    -¡Pero chiquillo, si eso es imposible! Déjame que entre que voy a comprobarlo por mi misma. 
    Entró, vio y comprobó que efectivamente no estaba. Preguntó a los allí presentes y unos contestaron abiertamente que nunca había ido, los menos, y otros con evasivas, bueno, que alguna vez aparecía por allí; que al principio iba pero que ahora menos; que iba de vez en cuando… 

    Volvió a su casa cabizbaja y sin saber lo que debía hacer. ¿Qué pensaría la gente? Y, ¿Mañana ya se sabrá en todo el pueblo? Esos dos eran los únicos pensamientos que le martilleaban la cabeza. Ya más calmada pensaba que, por una parte le apetecía pegarle, por otra, echarle de casa, pero estas eran cosas que no se podían hacer entre la gente de bien. De todas formas lo único que podía hacer en ese momento era esperar a que apareciera Nicolás y averiguar dónde había estado. 
    Amaneció y, como siempre llegó Nicolás. Venía serio, casi solemne. Se extrañó de ver a Manuela levantada esperándolo. No tuvo tiempo ni de saludarla. Ésta le espetó a la cara: 
    - Mal marido, sinvergüenza, ¿De dónde vienes? 
    Chiquilla, de donde voy a venir, de la Parroquia. 
    - Tú no tienes vergüenza. He estado esta noche en la Iglesia y todo el mundo me ha dicho que tú no has aparecido por allí en tu vida. Ahora mismo me dices de donde vienes o ¡por mi difunto padre! te juro que te mato. 
    Nicolás sabía por experiencia que la amenaza que acababa de soltarle Manuela no era en broma, que podía pasar al campo de las malvas en menos que canta un gallo. Y se le ocurrió decirle: 

    - Bueno, te voy a contar la verdad: - Es que Manolo, el taxista, el de Cádiz, pertenece a un grupo de Adoradores de la Catedral y va sólo; y como es buen amigo mío, para hacerle compañía, voy con él. 
    - Pero, ¡por quien me has tomado¡ ¿Tú te crees que yo soy tonta? ¿Ahora me vienes con esas? 
    Como ya se levantaba la suegra y los hijos, dejaron de discutir. El se lavó, cambió la ropa y se fue al trabajo. 
  

 
Ella decidió que tenía que averiguar lo que realmente estaba haciendo su marido dos noches por semana. A eso de las once y media cogió calle abajo y se fue a Los Remedios, a la parada de taxis, y buscó a Manolo. Le preguntó abiertamente donde había estado la noche anterior y él, ya preparado para tal acontecimiento, le contestó exactamente lo mismo que le había contado Nicolás. No contenta con eso, siguió haciendo averiguaciones obteniendo siempre la misma respuesta. 
    Algo más tranquila y pensando si no había sido un poco mal pensada, se fue a su casa. No quiso contarle nada a su madre para no romper la paz que reinaba en la casa.     

    Cuando a mediodía llegó Nicolás a comer, ella lo recibió tranquila, comieron en silencio, pero no le dijo nada. Nicolás pensó que cuando los niños se fueran al colegio, empezarían los problemas, pero todo siguió igual. El ambiente familiar aparecía apacible y sosegado. 
    Sin embargo, el comentario general en el pueblo era lo sucedido por la noche. Ya se sabía en todos sitios que Manuela había estado en la Iglesia de madrugada buscando al marido, que no lo había encontrado y que éste había llegado con las primeras luces del día y el consiguiente revuelo que se había formado. ¡Qué escándalo¡. No se hablaba de otra cosa. En Casa Chirino, en la Ratonera, en el Casino… era el comentario general. Fueron pasando los días, el tema se fue olvidando y las aguas volvieron a su cauce. Manuela seguía como siempre, como si no hubiera pasado nada. ¡Era mejor no saber la verdad! 

    Ya transcurrido cierto tiempo, estando un día Nicolás tomando una copa con unos amigos, se les acercó Manolo el taxista, que venía sudoroso y colorado (probablemente como resultado del Fino Quinta), le dijo con la voz un poco temblorosa y entrecortada: 
    - Nicolás, las niñas del Pay-Pay me están preguntando por ti. Dicen que porque no vas a verlas. Que te echan de menos. Que de dos noches a la semana que ibas antes, ahora no se te ve el pelo por allí. 
    

Por fin se había desvelado el secreto mejor guardado de Nicolás, y todo por la imprudencia que suele derivarse del exceso de “copitas”. Vuelta a empezar, todo el pueblo hablando de dónde pasaba las noches Nicolás, el cachondeo consiguiente, las bromas pesadas, las indirectas… 
    No sabemos si Manuela se llegó a enterar (cosa que se nos antoja difícil), lo que si conocemos es que durante largo tiempo no se habló de otra cosa en el pueblo. Es más, hoy en día y en determinados momentos y en ambientes concretos se sigue contando. 

En definitiva, si quieres conservar un secreto, no se lo cuentes a nadie y si quieres parecer bueno, más vale que lo seas realmente, porque no existe nadie capaz de engañar a todos durante toda la vida. Algún día contaré el final de la historia. 
Javier Díaz Arbolí

6 comentarios:

Federico M.C. dijo...

Doy fe de esta historia real que me contó el mismo “Nicolás” gran amigo mío.

Chani Valdés dijo...

Me encanta la historia de Vejer sea cual sea son bellísimas no dejes nunca de contarla.

Pedro Muñoz de Arenillas dijo...

Maravillosa historia. Gracias por regalarnos estos viajitos en el tiempo.

Francisco R. Conesa dijo...

Interesante historia, parece un sainete de los hermanos Álvarez Quintero. Tu hermano Javier tiene talento literario.

Paco Hacha dijo...

Un relato GENIAL!!! Encierra una de las verdades más grandes de la vida , enhorabuena!!!!

Eugenio Martínez dijo...

Estupendo y entretenido relato, que nos trae a la memoria alguna vivencia similar, pero siempre enriquecida y sazonada con matices distintos que le proporcionan su singularidad.
Este regalo de Javier sella el mérito literario del autor

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