4.5.24

Día de la Madre 5 de mayo 2024

Relato de la memoria de un niño nacido en Madrid en 1933 y, la heroicidad de su madre en los duros inviernos madrileños de la Guerra Civil Española.


Las cosas y el paso del tiempo iban marcando el humor y las caras de las personas de la casa. También los vecinos se reían menos. En la calle, a donde mi madre nos sacaba cuando hacía bueno, (éramos 5 hermanos) se notaban cambios. Los árboles de las aceras desaparecían. Parece ser que por la noche alguien bajaba y cortaba alguno para el fuego. La escasez del carbón era una realidad. En la casa, como solo había mujeres y una de ellas mi abuela, lo de cortar un árbol era más difícil. Pero se disponía de un hacha de gran tamaño con la que se rompía cajones de madera que habían servido para guardar cosas. Lo grave es que eran pocos. Una pena pues era muy fácil hacer astillas.

Los biberones gastaban mucha leña. Siempre que se buscaba combustible era para calentar biberones. Lo raro era que después de calentarlo había que enfriarlo para el que iba a tomarlo no llorara. Mi abuela era la encargada del control de combustible para esa actividad. La verdad es que ella controlaba todo. Cuando se terminaron los cajones, que fue rápido, empezaron a buscarse sustitutos. El papel se había utilizado hasta entonces para encender, pero llegó un momento en que se desplazó a la madera en eso de los biberones. Claro que este material tenía muchos problemas. Si era de periódico, no daba calor pues ardía muy deprisa, si era de libro y satinado; no ardía. Mi abuela me enseñó a ahuecarlo, con mucho tiento, pues se inflamaba y se perdía en un suspiro o se apagaba antes de tiempo.


Mi madre se encargaba de la selección de libros, apartaba los menos valiosos, claro que al final cayeron todos, pero desde luego en un orden de categoría literaria que honró su paso por las llamas. Realmente la culpa fue que la guerra durara tanto.
En la calle tampoco iban quedando árboles asequibles, y menos para cortar en una noche y por una mujer sola, de manera que hubo que pensar en cosas más próximas y efectivas. Empezaba el frío y el papel no servía.

Un día vino una de mis tías, de otro barrio, a casa con una noticia importante: Le habían hablado de un sitio, en la Guindalera, donde se podía encontrar leña de encina seca. Solo quedaba trocearla después, pero antes había que traerla a casa. Mi madre y mi tía se fueron con los dos hermanos mayores. Antes de ir a por la leña alquilaron un carro para traer lo que pudieran conseguir. Lo del carro era fácil, lo de encontrar una mula o un burro, imposible. Ya no quedaba en todo Madrid. Parece ser que habían pasado a carne en lo que iba de guerra. Después de una cola que duró hasta casi anochecido, se cargó el carro con todo lo que entraba. Como el recorrido hasta casa era llano, yendo despacio se podía llegar empujándolo. Aquella carga alivió mucho el problema de la combustión de libros y cajones de la casa, pero al final se terminó y ya no volvió a encontrarse otra ocasión para comprar algo quemable.

Se inició otra vez la programación de combustibles caseros y mi madre realizó una selección previa. Un esquí de madera, raquetas, cortineros, sobrepuertas, perchas. Una caja para guardar betunes y cepillos para los zapatos, fue de las últimas víctimas. La forma de administrar la energía calorífica fue siempre exquisita, cada objeto que pasaba a la cocina era despedido con todos los honores.

La guerra continuaba y se comenzó otra etapa: Los muebles. Empezado por desmochar los armarios hasta las patas. La casa cada vez parecía más amplia, sin embargo iba perdiendo el misterio de esconderse.
La familia había crecido y se notaba más, porque la vida se hacía en la cocina para aprovechar el poco calor que se lograba.

La guerra se estaba acabando y le dio una nueva visión. Eran las mismas personas, pero cosiendo escudos y banderas en las camisas o quemando las que hasta ese momento habían usado. De luchadores durante tres años pasaron a supervivientes. Pero los niños no lo sabíamos. Tal vez miraban los nuevos símbolos con la curiosidad de lo que se ve por primera vez, algo hasta ese momento desconocido. También las conversaciones de los mayores tenían otro sentido.

Pocos días después, alguien dijo en casa “Mañana hay que poner en todas las ventanas y en todos los balcones sábanas blancas”.
Al día siguiente no había nadie en la calles. Solo vi a una mujer vestida de negro, sola, esperando un tranvía que quizá nunca llegó. Aquella mujer era mayor, estaba llorando y se secaba los ojos con una punta del delantal, el otro extremo lo había metido en la cintura.
Hacía sol y se veían algunas nubes. 
Aquel día cayó Madrid.


Carlos Antonio

4 comentarios:

M. José dijo...

Que bonito y que emotivo. Me ha gustado mucho ♥️♥️♥️

Inma dijo...

Muy bonita, que buena memoria la de un niño tan pequeño. 👏👏👏

Luis Manzorro Benítez dijo...

No hay nada peor que una guerra, pero llevamos dentro el virus de la violencia, de la crueldad, de la codicia, del odio… que nos impulsa a usar, desde la quijada de un asno, hasta inventar un misil hipersónico con cabezas nucleares para matar.
La historia es terrible, y si el niño pudo contarla, bonita.
Yo, en los años 50, después de acabada la guerra, vi a mujeres tener y alimentar, con unos recursos casi inexistentes, a diez o doce hijos al mismo tiempo que soportaba a un marido con menos sentido que un cabestro, así que, si todo eso se hubiera contabilizado, nunca podríamos pagar la deuda que tenemos los hombres con las madres.

Rafaela dijo...

Precioso y conmovedor relato. Recuerdos que no se olvidan.
Un saludo.

Publicar un comentario