3.3.22

Eugenio W. Martínez Orejas. Poeta portuense (y II)

 CUANDO LEO UN POEMA  (y II)

No le toques ya más, / que así es la rosa.”

Siempre he querido ignorar si el pronombre del primer verso es le o quizás lo o tal vez la, porque me deleita añadirle un tormento más a las tribulaciones de Juan Ramón Jiménez, introduciendo la turbia duda de si el pronombre sustituye al poema, a la belleza o al demonio meridiano que inclementemente le hostigaba con el señuelo de alcanzar la “poesía desnuda”, “la pasión de mi vida.” 
Lo cierto es, que el destino de todos los poetas ha estado siempre marcado por un ansia irreprimible de perfección, como la increíble peripecia de entusiasmo y vocación de Miguel Hernández. 

Desde su alta frente como las palmeras de su Orihuela natal, la sensual Oleza de Gabriel Miró, y su rudo cuerpo que emerge, con peculiar desaliño, entre el polvo que viaja con el rebaño de cabras, se está iniciando la urgente metamorfosis de una crisálida que devora con apasionada diligencia, primero periódicos y revistas e inmediatamente los versos de Espronceda, Bécquer, Garcilaso, Zorrilla, Rubén Dario, San Juan de la Cruz, Góngora, Virgilio, Fray Luis de León, Verlaine..... 

Era apremiante culminar con presteza las etapas de su completo desarrollo, para conseguir diferenciar su voz entre la de los poetas coetáneos. 
Se diría que era consciente del corto espacio de tiempo de que iba a disponer, para alcanzar el lugar privilegiado que hoy ocupa en la historia de la poesía castellana. 



Miguel Hernández tenía un carácter alegre y unos redondos e inquietos ojos, alimentados con la luz de su artística Oleza y todo ello unido a una singular capacidad creadora y a su irrenunciable vocación poética, derivan en esa versificación luminosa, que nos produce el mismo estremecimiento que un rayo de luz palpitando en nuestras venas. 

La sonoridad, la emoción lírica que Miguel Hernández le imprime a su caudalosa profusión de metáforas, nos transporta a los dominios de lo inefable. 

En la metáfora, la palabra común no es la palabra común, aunque lo sea, porque abandona temporalmente, en pirueta lingüística, su función real, para instalarse, por relación de semejanza, en un escenario imaginativo. 

Detengámonos en el sortilegio metafórico con el que nos revela el pudor de su novia, Josefina Manresa, al usurparle su primer beso: “Yo te libé la flor de tu mejilla, / y desde aquella gloria, aquel suceso, / tu mejilla, de escrúpulo y de peso, / se te cae deshojada y amarilla.” 

O cuando, joven, ultrajado y herido, se transmuta en toro, al que abandona su tempestuosa furia y llora. Era el adiós a su tormentosa y apasionada relación con Maruja Mallo: “Bajo su frente trágica y tremenda, / un toro solo en la ribera llora / olvidando que es toro y masculino.” 

Los diferentes tipos de metáfora superan la veintena y aun podría aglutinar a otros tropos o figuras retóricas entre la cuales, a veces, resulta difícil la distinción. Pero no es necesario adentrarse en un análisis tan pormenorizado para disfrutar la emoción de un poema. 


Eugenio W. Martínez 

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