La obra artística de Manuel Manzorro ha estado siempre vinculada a la pintura y al grabado. Su impresionante trayectoria se ha visto reconocida con innumerables premios y honores que así lo avalan. Sin embargo, para novedad de todos, tenemos ahora entre las manos una recopilación de su poesía –tan desconocida como sorprendente– que complementa a la perfección su universo pictórico, porque dibuja, esta vez con palabras, el mundo rural de Vejer que es, sin duda, la esencia de su obra.
Se trata de treinta y cinco poemas que discurren desde el monólogo intimísimo y personal, hasta el diálogo con la memoria viva de aquellos personajes que han marcado su vida, para culminar con una muestra de sonetos de gran maestría formal con los que se cierra el poemario. La palabra se acompaña a su vez de ilustraciones con las que el artista, usando diferentes técnicas, pone imágenes a los poemas, resultando finalmente una suerte de original catálogo diseñado con un generoso propósito: servir de homenaje total a la figura señera de Juan Relinque -protector y defensor de los campos de Vejer- con quien Manuel Manzorro se ha sentido siempre en deuda.
Esta propuesta -que conjuga su obra poética y pictórica- responde realmente a un mismo impulso creativo que se nutre de la observación y de las vivencias de la plenitud de su infancia en Patría y que obedece a un concepto amplio del arte que se sustenta lo mismo en las formas, las texturas y los colores como en las palabras. En cualquier ámbito, Manzorro es capaz de traspasar la experiencia vital del campo a un lenguaje artístico que, a través de una percepción extremadamente sensitiva, conecta con la emoción latente del recuerdo de la niñez, permitiéndole retratar, de manera prodigiosa, su particular cosmovisión del mundo rural, que ha alentado desde siempre su pulsión creativa.
Su búsqueda incansable de la plasticidad pictórica, la curiosidad por probar nuevas técnicas, en definitiva, el reto artístico de explorar nuevos caminos expresivos encuentra un cauce abierto en la escritura poética. Quien se adentre en estos poemas de Manzorro comprobará su interés consciente y concienzudo por rescatar el lenguaje rural y registrar palabras que emergen del terruño para convertirlas en piedras preciosas, sonoras, preñadas de una fuerza visual impactante que encajan con la expresión lírica de su nostalgia, sirviéndose de ellas para moverse sutilmente por un estado de ánimo que vaga entre la leve exaltación del campo propia de la oda y la dolorida elegía que llora el paraíso perdido. Los términos referidos a la labranza, a los aperos del campo, a las labores rutinarias en la era, a los animales, plantas y enseres que fueron el escenario humilde habitado por este niño de la posguerra, prenden en Manzorro la maravilla por lo cotidiano. En aquellos años de la infancia aprendió sin esfuerzo esas palabras -muchas de ellas ya moribundas- que rescata, alumbra y remoza inmersas ahora en una poderosa corriente de emoción poética. No se conforma con nombrarlas, sino que las recrea para enhebrar con ellas cada estado del alma que encuentra su reflejo en la naturaleza, cada mirada que testimonia el vínculo misterioso entre la tierra y el hombre.
La plasticidad de su pintura también se traduce en sonoridad y métrica -en este sentido, Manzorro trabaja lo mismo el verso libre que los sonetos- pero sobre todo en el empleo audaz de ciertos recursos estilísticos. Observamos en este sentido la abundancia de sinestesias, con las que se combinan sensaciones que se perciben por sentidos diferentes, de manera que su poesía es tremendamente sensitiva, colorida, sonora, visual, plástica: escuchamos trinos de pájaros, la lluvia en el tejado, la risa infantil que busca el abrazo. Olemos el pan del horno, el rescoldo de la hoguera, la fragancia de las hierbas silvestres; presentimos la humedad del campo al amanecer, la intemperie de la noche, el frescor de la parra, la sequedad de la tierra baldía. Apreciamos la paleta del pintor cuando nos muestra la sombra azul de los álamos blancos, el color cenizo del plumaje del ave, el nácar brillante de la luna, el pelaje ocre del animal o el intenso encendido de las flores. Y con toda esta plasticidad exuberante expresa su amor y su tristeza honda, una nostalgia vieja por la vida sencilla y durísima del campo, por la sabiduría telúrica que se hereda como un legado humilde y a la vez poderoso, porque esa ciencia crece silenciosa, frágil pero imparable, como la hierba del campo, como todo lo que germina y nos alimenta y sostiene de generación en generación. En sus versos se evoca -con tremenda ternura y nostalgia, pero sin sentimentalismos- aquella infancia llena de penurias y miserias que se encarna en la palabra gracias a la memoria febril de los sentidos. A veces la infancia es más larga que la vida, escribió Ana María Matute, y ese parece ser el caso de Manuel Manzorro.
Aún hoy, en sus paseos por las hazas de Nájara, herederas de la heroicidad de Juan Relinque -a quien todos los vejeriegos debemos tanto-, la infancia le hace un guiño al poeta-pintor, le envía una postal desde la niñez y de nuevo su memoria le permite verlo todo con la mirada genuina del niño que fue, que aún se maravilla ante la asombrosa policromía de la naturaleza, ante el misterio de la tierra y sus ciclos, ante la pasmosa belleza del campo. La visión de las hazas le activa una imagen guardada en la retina y entonces recupera el color, la textura, también la palabra, y brota –de manantial sereno, como diría Machado- un diálogo íntimo consigo mismo, con la presencia cálida de su madre o con todos aquellos con los que conversa a través de una voz interior que oímos rota por el recuerdo, por la orfandad, por el desconcierto impotente ante el paso del tiempo. Sentimos entonces su “punzada vegetal”, hacemos nuestro su lamento dolorido y rebelde por todo aquello que existió y que apenas se mantiene ya convertido en ruinas: las pobres chozas que fueron hogar, los generosos pozos con brocales roídos por el descuido, los desaparecidos hornos que impregnaron de amoroso olor a pan la hambruna de aquellos años, las lindes que sutilmente dibujaban y transformaban el paisaje, los acebuches centenarios de los que solo quedan sus tocones amputados. Así, se plasma en su obra la observación de los cambios de la naturaleza, del curso sabio de las estaciones en un espacio compartido con animales -salvajes unos, mansos otros- y muy particularmente con los adultos que habitaron aquel tiempo legendario, que a los ojos de un niño se agigantaban con el asombro de lo mítico. La infancia se convirtió, en el caso de Manzorro, en un estado del alma que perdura todavía. Y es curioso cómo, después de haber vivido tantos años en tierras lejanas, inmerso en otras culturas, en otros idiomas, el reclamo sigue siendo el mundo rural de su niñez y en él se ejemplifica, como señaló el poeta Rilke, que la infancia es la verdadera patria.
Le escribió su amigo José Antonio Muñoz Rojas -en la maravillosa carta que sirve de pórtico al poemario- que él mismo es como “un tallo más”, que en su palabra están el vigor y la ternura de la tierra. Poco más se puede añadir. Quizás el propio Manuel Manzorro no sea consciente de que su poesía es también semilla. Sus palabras germinan y su fruto es el amor por el campo y la nostalgia entrañable, desgarradora, por revivir “el imposible”, el paraíso perdido de su niñez. La masa madre de todo cuanto crea, de todo cuanto expresa con creativa voluntad es el recuerdo agradecido de aquellos primeros años de su vida, preñados de asombro y de belleza. Se cumplen en su caso las palabras de Rousseau que aseguraban que lo que uno ama en la infancia permanece en el corazón para siempre.
Dra. en Filología Hispánica
Hacer clic sobre la imagen para visualizar el vídeo
3 comentarios:
Después de lo escrito por una doctora en Filología Hispánica, poco se puede añadir, pero dado que yo presencié el inicio de su carrera como artista, y cómo desaparecía y aparecía por Patria, y cómo se fue convirtiendo en un gran pintor con estilo propio y diferente y en un gran poeta, me atrevería a decir que su amor por los campos de Patría, y el haber vivido con la gente del campo en aquellos años (1940/50/60...), le ha permitido desarrollar esa capacidad para, usando veladuras, empastes, difuminados..., plasmar en un lienzo ese amor, y, valiéndose de su dominio del vocabulario campesino de esos años: frontiles, aperos, sombrajo, matacanes, besana..., darle a ese amor, a través de las palabras convertidas en poesía, esa enorme belleza que tiene Patria y sus campos, y que cualquiera puede percibir leyendo sus poemas o viendo sus cuadros.
Quiero conocer el poemario, porque las ilustraciones son extraordinarias. Y es música para este trabajo!... Todo muy unificado y bueno.
He leído y releído el precioso trabajo de Manuel Manzorro que, empezando por el título y por la dedicatoria, ya expresa el amor a su madre que lo parió entre las lomas y los arroyos de ese pueblo llamado Vejer, cuya etimología no concuerda ni con su belleza ni con la idiosincrasia de su gente.
Le siguen tu presentación, cuyo texto expresa la amistad y el conocimiento de la personalidad de Manuel Manzorro, ensalzando, merecidamente, su obra poética. El prólogo de Olga Rendón Infante, nos describe la creatividad y la diversidad de técnicas con las que explora nuevos caminos que le llevan a escribir esos poemas para " rescatar el lenguaje rural y registrar palabras que emergen del terruño para convertirlas en piedras preciosas..."
Continúa con la carta de su amigo Antonio Muñoz Rojas, poeta y escritor que, leyendo la elegía que Manzorro dedica a Manuel Estaca,le agradece la cantidad de palabras del campo que él desconocía, y termina diciéndole esta hermosa metáfora:
"Tú eres un tallo más, natural en la fecundidad de ese campo, un ramón más de sus olivos, la misma fuerza y la delicadeza del brotar del grano; ese aparejamiento de delicadeza y vigor, de ternura y fecundidad, aparecen en tu poesía y en tu pintura..."
¿Qué más puedo decirte? Gracias. Sí, gracias por tan espléndido regalo.
Publicar un comentario