4.4.25

El poder responsable

 


Desde el inicio de la experiencia histórica, el poder ha sido una fuerza determinante en la construcción y caída de civilizaciones, el ascenso de imperios y el destino de naciones y personas. Como una espada de doble filo, puede transformar sociedades para bien o perpetuar la opresión.


Para algunos, es una herramienta de progreso; para otros, un fin que justifica cualquier sacrificio. En su forma más destructiva, el deseo de dominio no solo consume a quienes lo buscan, sino que deja huella en todos aquellos que se encuentran en su camino.

Esta fuerza se manifiesta en todos los aspectos de la vida: en la política, que define derechos y libertades; en la economía, que condiciona oportunidades; en las relaciones humanas, que moldean emociones; y en la cultura, que inspira o limita la creatividad. El pasado está lleno de líderes que usaron su poder para edificar y transformar, pero también de quienes lo emplearon para someter y destruir. Desde Julio César hasta figuras contemporáneas, la ambición desmedida ha llevado a conflictos, pero también ha inspirado movimientos de resistencia. No importa cuánto se alcance, siempre hay una cima más alta por conquistar, un rival más fuerte por vencer.

El dominio no solo afecta a quienes lo ejercen, sino también a quienes lo sufren. El pasado demuestra que cuanto más fuertemente se aferra alguien a la autoridad, más rápido se tambalea. Sin embargo, el abuso del impacto no es invencible. Movimientos sociales, revoluciones y reformas han logrado equilibrar el dominio absoluto. Ejemplos como la caída del Muro de Berlín, las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos y las regulaciones antimonopolio contra Rockefeller ilustran cómo la resistencia activa y la movilización social pueden desafiar el abuso de autoridad.

El verdadero reto no es solo identificar a quienes buscan el dominio absoluto, sino diseñar sistemas que promuevan un liderazgo ético y comprometido con el bienestar común. Las democracias sólidas, la educación cívica y la transparencia en la gestión pública, son esenciales para evitar la concentración desmedida de autoridad. Líderes como Nelson Mandela demostraron que la autoridad bien ejercida puede sanar heridas, unir pueblos y abrir caminos hacia la justicia. Sin embargo, la responsabilidad no recae únicamente en los líderes: una sociedad informada y participativa es clave para mantenerlos bajo escrutinio y exigir rendición de cuentas.

El dominio absoluto, lejos de garantizar estabilidad, genera destrucción, tanto para quienes lo ejercen como para quienes lo padecen. Cuando el poder se comparte y se gestiona con responsabilidad, se convierte en un motor de progreso y dignidad. La clave radica en crear estructuras que permitan un ejercicio ético de la autoridad, donde la justicia, la equidad y la transparencia sean pilares fundamentales.

El pasado nos ha mostrado que ninguna opresión es eterna y que la autoridad mal utilizado siempre encuentra resistencia. La pregunta crucial no es solo quién ostenta el dominio, sino cómo la sociedad elige responder. ¿Nos conformamos con la sumisión o exigimos rendición de cuentas? La transformación comienza cuando entendemos que la verdadera autoridad no reside en unos pocos, sino en la voluntad colectiva de construir un mundo más justo. Solo así podremos convertir el poder en una fuerza de cambio real y duradero.

“Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia” (Capítulo XLII. Segunda parte). En esta frase con la que Don Quijote se dirige a Sancho, se puede complementar muy bien el mensaje sobre la responsabilidad y la importancia de un liderazgo ético.

ANTONIO LEAL JIMÉNEZ
25/MAR/25

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