8.8.22

El río Guadalete. Extracto del Discurso de Investidura de la Académica de Bellas Artes Santa Cecilia, Carmen Cebrián González

Dibujo de Luis Gómez Mcpherson

La Historia del Guadalete es nuestra historia. El auge o decadencia de la ciudad estará unido a su río, hablaremos de las personas que llegaron por él a nuestra ciudad, o partieron de él hacia remotas tierras. Algunas de ellas sobradamente conocidas, otras, perdidas en el tiempo; perdidas en el olvido.
La leyenda es una fuente de la Historia, comencemos, entonces, esta historia con una leyenda.

En la Bahía de Cádiz convivían fenicios, fundadores de Gadir y los tartesos, habitantes del mítico reino de la Bética.

Años más tarde llegaron los griegos focenses navegando desde el otro extremo del Mediterráneo dirigidos por Menesteo, el undécimo rey de Atenas. El mítico rey era el que había combatido al frente de las tropas atenienses en la Guerra de Troya. Dicen que fue uno de los guerreros que se introdujo en el caballo que sería el fin de la ciudad. Pero, como le sucedió a otros príncipes griegos, había pasado mucho tiempo, diez años, fuera de sus reinos, y durante su ausencia, le usurparon el trono ateniense. Por ello, en vez de volver a casa, navegó sin rumbo fijo hasta que arribó con su tripulación a la desembocadura del río Criso, nombre por el que los griegos conocían a Gerión, rey mitológico de estas tierras, pastor de bueyes, que fue derrotado y muerto por Hércules. Menesteo, Admirado del encanto del paisaje, de lo templado del clima, y de lo fértil de sus tierras, estableció una colonia gobernada por él, y a la cual dio su nombre. Así, el primer nombre de nuestro río fue Criso, y el de nuestra ciudad, Puerto Menesteo.

Al principio las relaciones entre fenicios, tartesos y griegos fueron cordiales, pero pronto surgió un conflicto entre ellos que se debía solucionar con las armas. El lugar elegido para el combate fue la desembocadura del río Criso. No llegó a darse ningún enfrentamiento gracias a la diplomacia; en cambio se celebró una ceremonia de reconciliación y olvido de las pasadas ofensas. Así, el río llegó a ser conocido como el río del olvido, Lete (en la mitología griega). Y dicen que en su ribera se erigió una columna para perpetuar la memoria de estos hechos. Mito o realidad, vamos a creer que en nuestro río se produjo esta hermosa historia.

Pero, ¿cómo era el río hace tres mil años? Según nos cuenta  el profesor Diego Ruiz Mata, el Guadalete desembocaría aguas arriba, aproximadamente a la altura de El Portal. El mar se adentraba entonces hasta la Sierra de San Cristóbal.
   

En este espacio geográfico se desarrollaron varios asentamientos humanos. A esta población indígena la llamaremos tartesios, el primer estado hispánico de nombre conocido. Hacia finales del siglo IX a.n.e. se dieron los primeros contactos entre tartesios y fenicios, y entre el 800 y el 775 a.n.e. fueron fundadas Cádiz y el asentamiento del Castillo de Doña Blanca.

La razón por la que estos pueblos orientales recalaban en la otra punta del Mediterráneo era económica: venían buscando metales, plata y oro, pero también aceite, vino, objetos de bronce, perfumes, telas y pequeños objetos artesanales.

Un poco más tarde, pero coincidiendo con los fenicios, llegaron los griegos. La orientalización de la cultura tartesica se hace más evidente en esta segunda aculturación. El intercambio de saberes permitió a Tartessos convertirse en una de las civilizaciones más importantes de su época. Se tienen noticias de que vendían sus mercancías a Grecia y a Egipto, entre otros países. Y en Gadir el comercio fenicio se hizo cada vez más importante. Los barcos fenicios estaban hechos de maderas resistentes, como el cedro, pino, encina o ciprés. Llegaron a tener navíos muy grandes, movidos por remeros esclavos, y también por la fuerza del viento, gracias a unas velas rectangulares. Uno de sus barcos más conocidos era el gauloi, que medía entre 20 y 30 metros de largo y siete de ancho, con la popa en forma de cola de pescado y la proa en forma de cabeza de caballo.


Los fenicios también se dedicaron a la exportación de embarcaciones a otros pueblos.
Navegaban costeando el litoral, generalmente de día porque no conocían la brújula, y durante la noche usaban tablas de distancia o se guiaban por las estrellas. Si había niebla, el rumbo lo marcaban palomas amaestradas.

Hacia finales del siglo III el lento pero constante aumento de sedimentos de aluvión que el Guadalete arrastraba fue llenando la marisma e impidiendo la entrada de embarcaciones hasta el puerto del Castillo de doña Blanca, y, según el profesor Ruiz Mata, se produjo un trasvase de población hacia El Puerto.

Los hombres del Guadalete se dedicaban fundamentalmente a la pesca. La desembocadura del río ha sido desde tiempos remotos un lugar adecuado para resguardo de naves. Con un puerto seguro la pesca se convierte en ocupación principal, y después vendrá lógicamente la conquista del mar. Muchos relatos especifican cómo los pescadores se adentraban en el Atlántico, el mar tenebroso, buscando caballas, cachalotes y atunes. Los fenicios introdujeron nuevas técnicas de pesca, como la almadraba. También, métodos para la conservación del pescado, como las factorías de salazones (los del Puerto son los únicos yacimientos que quedan de este periodo, entre el siglo V y III a.n.e.). Asimismo, el “garum” producto considerado por los habitantes de la antigua Roma como un alimento afrodisíaco, solamente consumido por las capas altas de la sociedad se elaboraba en nuestras riberas.

La llegada a la Bahía de los romanos trajo grandes cambios. La romanización de la población fenicia fue rápida y El Puerto se convirtió entonces en una pequeña población que disponía de salinas y alfares, hasta 33 documentados, y que podemos fechar en algún momento del siglo II a C. Estos yacimientos nos corroboran que en la ciudad se desarrollaba una actividad económica considerable: la producción y comercialización de productos marinos, salsas, conservas y salazones, y también sus envases cerámicos, las ánforas. El núcleo principal de la población giraba entorno a este edificio donde nos encontramos.


Los Romanos que fueron los grandes ingenieros de la antiguedad construyeron caminos y puentes. Aqui hicieron uno sobre el Guadalete y otro sobre el San Pedro, en tiempos en que ya se usaba el Guadalete como fondeadero de naves, por su seguro puerto. En esta época el río habría sido más profundo y caudaloso, como lo insinúan los restos del puente. También, según Estrabón, en sus riberas estaban situados los astilleros romanos que construyó Lucio Cornelio Balbo, amigo y protegido de Julio César, y para el que se construyeron 10 galeras.


Las galeras. Nos resulta muy familiar este nombre. Tenemos una plaza y una fuente que se llaman así. También nuestros poetas las han cantado. Estos versos son de José Luís Tejada:

Las galeritas del agua
cruzando van la bahía
de la Caleta a la Barra.
La fauce antigua del río
las va sumiendo en su entraña...

Galeras que surcaron el río, y que se hacían en el río. En las atarazanas del Puerto se construían y reparaban los navíos y sus aparejos. Había madera en abundancia, de pino fundamentalmente, y pez y esparto. Plinio refiere que estos buenos barcos empleaban seis días para realizar el trayecto entre Gades y el puerto de Ostia. Estrabón nos añade que los productos que cargaban eran trigo, aceite, lana, miel, salazones, pieles, sal, vino y maderas.

Siglos después -mucha agua había corrido bajo los puentes romanos- el río pasó a la Historia de España. Esta vez fue por una batalla que lleva su nombre: en árabe, guad, río, y lete, olvido. Desde entonces y hasta ahora, y tal vez hasta que el olvido vuelva por lo que es suyo el Guadalete, es el nombre de nuestro río.


La llegada de los musulmanes a la Península estuvo motivada por los conflictos internos entre los gobernantes visigodos. Al fallecer el rey Witiza, don Rodrigo, gobernador de la Bética, tomó el poder respaldado por un poderoso grupo de nobles. El conflicto con Agila II, hijo del fallecido monarca, estalló. La lucha por el trono desembocó en la llamada de auxilio a los musulmanes, facilitada por el conde de Ceuta, Don Julián, partidario de Agila. Táriq ibn Ziyad desembarcó en Gibraltar con aproximadamente 7.000 hombres, en su mayoría bereber, en naves pagadas con el oro de Don Julián. Don Rodrigo acudió apresuradamente al sur y el 19 de julio del año 711 atacó a la expedición musulmana, pero una parte importante de su ejército, le abandonó momentos antes de iniciarse el combate. En inferioridad numérica, fue vencido por los musulmanes.

Por otro lado, la historia de estos acontecimientos se engrosa con una leyenda que enlaza a Don Rodrigo con la familia de Don Julián. Según cuenta la leyenda, Don Julián, como muchos otros nobles, envió a su hija Florinda a la corte de Toledo para ser educada y también con la idea de encontrar marido entre los hijos de otros nobles. Por aquella época, el rey visigodo Don Rodrigo padecía sarna y era Florinda la elegida para atenderle. Así, el rey Don Rodrigo se fue fijando en ella. Con el tiempo y guiado por la lascivia, forzó a la joven. Ella, tras la consumación del acto, envió a su padre una serie de regalos entre los que puso un huevo podrido. Don Julián, al recibirlo, comprendió lo que había pasado. Fue a Toledo a reclamar a su hija, aunque para no levantar sospecha, dijo que debía llevarse a Florinda con él, ya que su mujer estaba terriblemente enferma y sólo la visión de su hija podía hacer que recobrase algo la salud. Don Rodrigo no desconfió y entregó la chica a su padre. Don Julián regresó a Ceuta y, muy ofendido, entabló conversaciones con Musa ibn Nusair, instándolo a desembarcar en la Península Ibérica. La despechada doncella quedó vengada con la muerte del rey, ahogado en el río.




Dibujo de las salinas de El Puerto de Santa María por Anton Van Den Wyngaerde.1567


Con esta trágica historia se inicia el periodo musulmán. Los musulmanes denominaron a nuestra ciudad Alcanter, topónimo que estaría relacionado con el vocablo canter, que en árabe significa salinas.
La sal, otro regalo del mar, se producía en las tierras del Puerto en enormes cantidades y de una gran calidad. El negocio contó con una amplia clientela, en la que figuraban los pueblos de la comarca, de Andalucía e incluso del extranjero. Se convirtió así en la fuente principal de la economía portuense.

La incorporación de El Puerto a los dominios castellanos se produjo en 1261, durante el reinado de un personaje muy ligado a esta ciudad:  Alfonso X.


La especial relación que el rey Sabio mantuvo con El Puerto quedó plasmado en los privilegios que le concedió a la ciudad. Entre ellos, uno en 1283 por el que ”se concede y ordena que todas las embarcaciones que pasaren por el río Guadalete cargadas de trigo, madera y otra cualquiera especia, hayan de descargar y vender el tercio en este Puerto para la mayor y mejor población de él”.

Alfonso X el Sabio mandó edificar Reales Atarazanas para la construcción de galeras y navíos, que estarían situadas desde el río a la plaza de la Carnicería, siguiendo por la calle de Muro  (actualmente calle Ricardo Alcón). Quizás porque no todo es olvido, esas galeras medievales -aunque con notables diferencias con respecto a las fenicias, griegas y romanas- continuaron teniendo una tipología común: la sutileza de su diseño, muy alargado y ligero, la propulsión a remos, y la capacidad para transportar a gran número de personas. También tenían limitaciones. Las más importantes para los intereses de El Puerto fueron la necesidad de invernar a cubierto y el mantenimiento del elevado número de hombres que requería su manejo.

En 1284 sucedió a Alfonso X el rey Don Sancho. Con él llegó al Puerto Benedetto Zaccaría, genovés. Era un experimentado marino que poseía una escuadra de 12 galeras. El Rey lo nombró Capitán General de la Armada y le cedió la ciudad del El Puerto “con la condición que tuviese siempre una galera muy bien armada para defendimiento de aquella entrada de mar contra Sevilla” Así, desde el siglo XIII El Puerto pasó a ser invernadero de la flota de las galeras reales, hasta 1668. Para entonces, la progresiva obstrucción de la boca del río con el consecuente aumento de la dificultad para la entrada y salida de los navíos, determinó su traslado a Cartagena.

Para situarnos en la época que narra la Dra. Cebrián, escuchemos las cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio (siglo XI)

Y en esa lucha entre memoria y olvido rescatamos una fecha. El 21 de mayo de 1403 el río fue testigo de la partida de un extraordinario personaje, Ruy González de Clavijo. Ese día partió desde sus riberas una embajada que enviaba el rey Don Enrique de Castilla a entablar amistad con la corte del Gran Tamerlan. El diario de su viaje comienza así: “En el nombre de Dios, en cuyo poder son todas las cosas, y a la honra de la Virgen Santísima María su Madre, comencé a escribir desde el día que los embajadores llegaron al Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, para entrar en una carraca...”

A finales de este siglo, el siglo XV, en el reinado de los Reyes Católicos, comenzó un periodo histórico muy destacado para el Guadalete y El Puerto. En ese tiempo, la primera historia de la que fue testigo el río fue una dramática y triste decisión de los Reyes Católicos que afectó a miles de personas: el destierro de los judíos.

1492, Expulsión de los judíos de España, obra de Joaquín Turina

Los Reyes entendieron que la unidad política de los reinos peninsulares no sería nunca efectiva sin la uniformidad religiosa. La coexistencia de las tres religiones, cristianos, judios y musulmanes dio un caracter muy peculiar a nuestra Edad Media, y provocó conflictos. Tras la conquista de Granada, con su población musulmana y su fuerte minoría judía, se agravaba el problema de la diversidad religiosa, y los Reyes Católicos decidieron abordarlo definitivamente. Las expulsiones de judíos fueron comunes en toda Europa. En mayo de 1492 se les ordenó salir de todos los reinos españoles en plazo de cuatro meses. No conocemos el número exacto, pero se barajan cifras de alrededor de 150.000 judios españoles (sefardíes) los que se exiliaron para estabecerse en el norte de Africa y el Mediterráneo oriental. Aunque demograficamente no fue importante, sí lo fue cualitativamente. Los judíos eran cultos, hábiles, ricos y los mejor preparados de la clase mercantil española.

Los de Andalucía se dirigieron hacia el Puerto de Santa María esperando un milagro, pero, tras de varios días de frustración, embarcaron hacia el norte de África.

 Así relata el triste episodio fray Andrés Bernáldez en su Historia de los Reyes Católicos:
“Los que fueron a embarcar por el Puerto de Santa María e Cádiz ansi como vieron la mar daban muy grandes voces hombres e mujeres, grandes e chicos en sus oraciones demandando a Dios misericordia (….) desque estuyieron allí muchos días e no vieron sobre si sinon mucha fortuna algunos non quisieran ser nacidos e ovieron de embarcar en veinte y cinco navios e naos de gavia e fue por capitán Pero Cabrón e tomaron la via de Orán”.

Hipólito Sancho relata que años después aparecieron en las márgenes del Guadalete algunos cofres con monedas de oro que serían las riquezas que los pobres judíos dejaron escondidas esperando regresar. No todo fue olvido para estos emigrantes forzados: aún se habla castellano en la lejana Turquía, en Israel, y en tantos sitios donde hay descendientes de estos españoles judíos tan injustamente castigados.

Y también en ésta fecha, 1492, en el Guadalete fondeó un barco cuya singladura tuvo enormes consecuencias. Me refiero a la Santa María, que fue llamada originalmente La Gallega, probablemente porque se construyó en Galicia. Parece que los marineros la llamaban Marigalante. Bartolomé de Las Casas nunca usó los nombres ni de La Gallega, ni de Marigalante o Santa María sino que la llamaba la Capitana o La Nao. Una teoría sostiene que fue construida en los Astilleros Reales de Falgote en la localidad de Colindres en Cantabria; otras voces afirman que fue construida por los carpinteros de ribera de El Puerto de Santa María.


No era una carabela, sino una nao. Es decir un barco de carga preparado para soportar duros temporales y con una panzuda bodega, por tanto “menos apto para descubrir” como escribió el propio Colón. Tenía menos andar, era más lenta de maniobra y su superior calado hacía su navegación peligrosa en aguas poco profundas o a la hora de sortear escollos. El rasgo que la diferenciaba de otras naves, era su elevado castillo de popa, y la altura de su mástil central respecto de los otros dos.

La nao que nos interesa era propiedad de un cántabro avecindado en El Puerto, llamado Juan de la Cosa. Le corresponde la autoría del primer mapa de América, admirable por su maestría y realizado en El Puerto en el año 1500, sólo ocho después del Descubrimiento. En el primer viaje, Juan de la Cosa fue en calidad de contramaestre de la nao. La Santa María no regresó nunca al Guadalete, después de haber encallado en la costa norte de La Española, en la Nochebuena de 1492.

La vida a bordo de una de estas naves era realmente difícil. Sólo tenían una cámara, para la oficialidad, y el resto de la tripulación dormía sobre la cubierta. Después llegarían las hamacas, invento americano que se introdujo rápidamente en los barcos. Un hornillo en proa permitiría, si la meteorología acompañaba, hacer la comida. Los alimentos eran galletas, carne salada, garbanzos, aceite y alubias. Cuando el agua se corrompía, se bebía vino. Un reloj de arena, la ampolleta, y un grumete junto a él, que cantaba las horas y le daba vuelta al reloj cada media hora, regían la difícil vida a bordo.

En esas condiciones comenzó la conquista de América. Primero fueron las gestas del Descubrimiento, con Colón y Juan de la Cosa, el primero huésped del Duque de Medinaceli y el segundo vecino de la ciudad. La vida de estos dos personajes estuvo unida en muchas ocasiones.

Juan de la Cosa se enroló como maestre de la Santa María en el primer viaje de descubrimiento. A partir de entonces, su vida se desarrolló en un constante peregrinar desde España a América. Volvió a cruzar el Atlántico en 1493, el segundo viaje de Colón. En 1499 se asoció con Alonso de Ojeda, otro destacado vecino de El Puerto, y con el italiano Américo Vespucio, quien acabaría dando nombre, sin saberlo, al nuevo continente. Esta expedición inauguró los que se llaman «viajes menores» o «viajes andaluces». Partió del Puerto de Santa María el 18 de mayo de 1499. La expedición tardó 24 días en cruzar la mar-océana, llegando en primera instancia a la desembocadura del Río Orinoco. Desde allí recorrieron el litoral septentrional de América del Sur desde Guayana a Colombia. Avistaron un gran golfo, de aspecto tranquilo, donde encontraron viviendas construidas por los indígenas, erigidas sobre postes de madera que sobresalían del agua. Las construcciones recordaban a Américo Vespucio la ciudad de Venecia, lo que inspiró a Ojeda a llamarla Venezziola o Venezuela, que quiere decir pequeña Venecia. La expedición fue muy poco rentable.

Pero la fascinación del Nuevo Mundo y la aventura tornaron a llamar a Juan de la Cosa. Entre 1500 y 1502, emprendió una nueva jornada, esta vez con Rodrigo de Bastidas, rumbo a Urabá y las Pequeñas Antillas. Otro viaje en 1504 le volvió a llevar al Caribe venezolano. Entre travesía y travesía permanecía en El Puerto, dedicado a la cartografía.

La última aventura del de Santoña comenzó el 10 de Noviembre de 1509. Ese día partió desde El Puerto, de nuevo junto a Ojeda. Esta vez la expedición tuvo un trágico desenlace. Desoyendo los consejos de Juan de la Cosa, Ojeda desembarcó cerca del puerto de Cartagena de Indias. Entraron en contacto con los indígenas del lugar que respondieron con flechas envenenadas. La lucha desigual entre españoles e indígenas se saldó a favor de los europeos, pero Ojeda, ordenó perseguirles hasta una aldea llamada Turbaco. Juan de la Cosa, que iba adelantado, murió con todos sus compañeros. Tan sólo se salvaron Ojeda y otro hombre más.

Camino de ida y vuelta. El río, en perpetuo viaje hacia poniente, llevó hacia el Nuevo Mundo a hombres y mujeres de El Puerto. Personas anónimas, desconocidas, de cuyas vidas y circunstancias poco queda.

Terminamos con este vídeo de dibujos de barcas de la bahía gaditana para distraernos tres minutos


 Carmen Cebrián González
Doctora en Historia de Ámerica por la USE
Académica de Bellas Artes Santa Cecilia

7 comentarios:

Pablo Tejada dijo...

Muchas gracias Gonzalo
El artículo de Carmen es de mucha calidad y siempre se agradece una cita a los versos de mi padre

Pepe Camacho dijo...

Vaya lección de historia!!!!! Cuántos creen que la conocemos? No lo estoy leyendo lo estoy oyendo. Gracias mil Gonzalo

Enrique Tapias dijo...

Muy interesante nuestra historia.

rafael angel moreno naval dijo...

Trabajo extraordinario de investigación histórica, no por conocida menos apasionante, de una de las ciudades más antigua y cosmopolita del mundo. El Gran Puerto de Santa Maria y su Río Criso desde Gerión a nuestro días.

Anónimo dijo...

Gran artículo muy bueno.

Ana Ponce Bejarano dijo...

Fantástico artículo.
Quién no conoce de donde viene, nunca sabrá a donde va.

J.L. Sara dijo...

Muy interesante para saber de nuestra cultura y de nuestros antepasados como ciudad

Publicar un comentario