5.4.25

Pinturas esenciales. Se soslayan las más obvias, como los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; la Gioconda, de Leonardo, o Las Meninas, de Velázquez.

 El vídeo final se ha realizado con cuadros esenciales en la historia de la pintura, colocados de forma aleatoria, con el único propósito de serenar el espíritu y deleitarse con su belleza, a la vez que, escuchamos el Nocturno más poderoso escrito para piano, Opus 27, núm. 2 por Frédéric Chopin.


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Se trata de un cuadro de Edward Hopper, artista estadounidense del período modernista, especializado en el retrato urbano; muestra la noche en un bar de New York y sus últimos clientes. La imagen hace patente la soledad de la gran ciudad y de la existencia moderna y se titula “Los noctámbulos”, del mismo autor verán “Grupo de gente al sol”.
Obsérvese la transparencia total y la nitidez que se ven las imágenes situadas tras ellos. Toda la escena está iluminada a través de los cristales y aunque la iluminación indirecta disminuye el efecto de la contraluz, la ausencia de reflejos y de manchas en los cristales, los hace parecer inexistentes.

Comienza el vídeo con la “Laguna Estigia”, del pintor Joachim Patinir, realizado hacia el año 1520. (Estigia era una oceánide, diosa de las tinieblas, (del inframundo de la mitología griega).

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El cuadro representa el tema clásico relatado por Virgilio en su Eneida; la figura más grande de la barca es Caronte, quien “pasa las almas de los muertos a través de las puertas del Hades”. En el lado izquierdo de la pintura está la fuente del Paraíso, el manantial del que surge el río Leteo a través del Cielo: el agua del Leteo tiene el poder de hacer que uno olvide el pasado y concede la eterna juventud.

Como sería muy prolijo describir todos los cuadros del vídeo, terminamos con una obra maestra de Roger van der Weiden: "El descendimiento".
La pintura representa un retablo escultórico de figuras policromadas con la iconografía del Descendimiento de Cristo de la cruz. La forma del soporte con el añadido superior, así como la situación de las figuras en una caja de fondo y paredes doradas y las tracerías pintadas en las esquinas, evidencian que se trata de uno de los retablos escultóricos habituales en el siglo XV.

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Antes de 1443. Óleo sobre tabla, 204,5 x 261,5 cm

Detalle del cuadro. Hacer clic sobre la imagen para ampliar

Siempre me ha sobrecogido la perfecta composición dispuesta por el artista, el movimiento que genera cada una de la figuras. En el centro, destacan las lineas sinuosas con las que se modelan los cuerpos de la Virgen María y Cristo en su caída, y cuyo paralelismo pone en relación el desmayo de la Madre con el cuerpo muerto de su Hijo y, las expresiones de sus rostros, no hay dramatismo sino belleza. El llanto se revela de manera sosegada en las lágrimas cristalinas que corren por sus mejillas y por último, el color para crear el realismo y cromatismo escénico.

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Gonzalo Díaz-Arbolí

PRÓLOGO DEL POEMARIO DE MANUEL MANZORRO "CAMPO ADENTRO"


La obra artística de Manuel Manzorro ha estado siempre vinculada a la pintura y al grabado. Su impresionante trayectoria se ha visto reconocida con innumerables premios y honores que así lo avalan. Sin embargo, para novedad de todos, tenemos ahora entre las manos una recopilación de su poesía –tan desconocida como sorprendente– que complementa a la perfección su universo pictórico, porque dibuja, esta vez con palabras, el mundo rural de Vejer que es, sin duda, la esencia de su obra.

Se trata de treinta y cinco poemas que discurren desde el monólogo intimísimo y personal, hasta el diálogo con la memoria viva de aquellos personajes que han marcado su vida, para culminar con una muestra de sonetos de gran maestría formal con los que se cierra el poemario. La palabra se acompaña a su vez de ilustraciones con las que el artista, usando diferentes técnicas, pone imágenes a los poemas, resultando finalmente una suerte de original catálogo diseñado con un generoso propósito: servir de homenaje total a la figura señera de Juan Relinque -protector y defensor de los campos de Vejer- con quien Manuel Manzorro se ha sentido siempre en deuda.


Esta propuesta -que conjuga su obra poética y pictórica- responde realmente a un mismo impulso creativo que se nutre de la observación y de las vivencias de la plenitud de su infancia en Patría y que obedece a un concepto amplio del arte que se sustenta lo mismo en las formas, las texturas y los colores como en las palabras. En cualquier ámbito, Manzorro es capaz de traspasar la experiencia vital del campo a un lenguaje artístico que, a través de una percepción extremadamente sensitiva, conecta con la emoción latente del recuerdo de la niñez, permitiéndole retratar, de manera prodigiosa, su particular cosmovisión del mundo rural, que ha alentado desde siempre su pulsión creativa.

Su búsqueda incansable de la plasticidad pictórica, la curiosidad por probar nuevas técnicas, en definitiva, el reto artístico de explorar nuevos caminos expresivos encuentra un cauce abierto en la escritura poética. Quien se adentre en estos poemas de Manzorro comprobará su interés consciente y concienzudo por rescatar el lenguaje rural y registrar palabras que emergen del terruño para convertirlas en piedras preciosas, sonoras, preñadas de una fuerza visual impactante que encajan con la expresión lírica de su nostalgia, sirviéndose de ellas para moverse sutilmente por un estado de ánimo que vaga entre la leve exaltación del campo propia de la oda y la dolorida elegía que llora el paraíso perdido. Los términos referidos a la labranza, a los aperos del campo, a las labores rutinarias en la era, a los animales, plantas y enseres que fueron el escenario humilde habitado por este niño de la posguerra, prenden en Manzorro la maravilla por lo cotidiano. En aquellos años de la infancia aprendió sin esfuerzo esas palabras -muchas de ellas ya moribundas- que rescata, alumbra y remoza inmersas ahora en una poderosa corriente de emoción poética. No se conforma con nombrarlas, sino que las recrea para enhebrar con ellas cada estado del alma que encuentra su reflejo en la naturaleza, cada mirada que testimonia el vínculo misterioso entre la tierra y el hombre.


La plasticidad de su pintura también se traduce en sonoridad y métrica -en este sentido, Manzorro trabaja lo mismo el verso libre que los sonetos- pero sobre todo en el empleo audaz de ciertos recursos estilísticos. Observamos en este sentido la abundancia de sinestesias, con las que se combinan sensaciones que se perciben por sentidos diferentes, de manera que su poesía es tremendamente sensitiva, colorida, sonora, visual, plástica: escuchamos trinos de pájaros, la lluvia en el tejado, la risa infantil que busca el abrazo. Olemos el pan del horno, el rescoldo de la hoguera, la fragancia de las hierbas silvestres; presentimos la humedad del campo al amanecer, la intemperie de la noche, el frescor de la parra, la sequedad de la tierra baldía. Apreciamos la paleta del pintor cuando nos muestra la sombra azul de los álamos blancos, el color cenizo del plumaje del ave, el nácar brillante de la luna, el pelaje ocre del animal o el intenso encendido de las flores. Y con toda esta plasticidad exuberante expresa su amor y su tristeza honda, una nostalgia vieja por la vida sencilla y durísima del campo, por la sabiduría telúrica que se hereda como un legado humilde y a la vez poderoso, porque esa ciencia crece silenciosa, frágil pero imparable, como la hierba del campo, como todo lo que germina y nos alimenta y sostiene de generación en generación. En sus versos se evoca -con tremenda ternura y nostalgia, pero sin sentimentalismos- aquella infancia llena de penurias y miserias que se encarna en la palabra gracias a la memoria febril de los sentidos. A veces la infancia es más larga que la vida, escribió Ana María Matute, y ese parece ser el caso de Manuel Manzorro.


Aún hoy, en sus paseos por las hazas de Nájara, herederas de la heroicidad de Juan Relinque -a quien todos los vejeriegos debemos tanto-, la infancia le hace un guiño al poeta-pintor, le envía una postal desde la niñez y de nuevo su memoria le permite verlo todo con la mirada genuina del niño que fue, que aún se maravilla ante la asombrosa policromía de la naturaleza, ante el misterio de la tierra y sus ciclos, ante la pasmosa belleza del campo. La visión de las hazas le activa una imagen guardada en la retina y entonces recupera el color, la textura, también la palabra, y brota –de manantial sereno, como diría Machado- un diálogo íntimo consigo mismo, con la presencia cálida de su madre o con todos aquellos con los que conversa a través de una voz interior que oímos rota por el recuerdo, por la orfandad, por el desconcierto impotente ante el paso del tiempo. Sentimos entonces su “punzada vegetal”, hacemos nuestro su lamento dolorido y rebelde por todo aquello que existió y que apenas se mantiene ya convertido en ruinas: las pobres chozas que fueron hogar, los generosos pozos con brocales roídos por el descuido, los desaparecidos hornos que impregnaron de amoroso olor a pan la hambruna de aquellos años, las lindes que sutilmente dibujaban y transformaban el paisaje, los acebuches centenarios de los que solo quedan sus tocones amputados. Así, se plasma en su obra la observación de los cambios de la naturaleza, del curso sabio de las estaciones en un espacio compartido con animales -salvajes unos, mansos otros- y muy particularmente con los adultos que habitaron aquel tiempo legendario, que a los ojos de un niño se agigantaban con el asombro de lo mítico. La infancia se convirtió, en el caso de Manzorro, en un estado del alma que perdura todavía. Y es curioso cómo, después de haber vivido tantos años en tierras lejanas, inmerso en otras culturas, en otros idiomas, el reclamo sigue siendo el mundo rural de su niñez y en él se ejemplifica, como señaló el poeta Rilke, que la infancia es la verdadera patria.


Le escribió su amigo José Antonio Muñoz Rojas -en la maravillosa carta que sirve de pórtico al poemario- que él mismo es como “un tallo más”, que en su palabra están el vigor y la ternura de la tierra. Poco más se puede añadir. Quizás el propio Manuel Manzorro no sea consciente de que su poesía es también semilla. Sus palabras germinan y su fruto es el amor por el campo y la nostalgia entrañable, desgarradora, por revivir “el imposible”, el paraíso perdido de su niñez. La masa madre de todo cuanto crea, de todo cuanto expresa con creativa voluntad es el recuerdo agradecido de aquellos primeros años de su vida, preñados de asombro y de belleza. Se cumplen en su caso las palabras de Rousseau que aseguraban que lo que uno ama en la infancia permanece en el corazón para siempre.


Olga Rendón Infante

Dra. en Filología Hispánica


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4.4.25

El poder responsable

 


Desde el inicio de la experiencia histórica, el poder ha sido una fuerza determinante en la construcción y caída de civilizaciones, el ascenso de imperios y el destino de naciones y personas. Como una espada de doble filo, puede transformar sociedades para bien o perpetuar la opresión.


Para algunos, es una herramienta de progreso; para otros, un fin que justifica cualquier sacrificio. En su forma más destructiva, el deseo de dominio no solo consume a quienes lo buscan, sino que deja huella en todos aquellos que se encuentran en su camino.

Esta fuerza se manifiesta en todos los aspectos de la vida: en la política, que define derechos y libertades; en la economía, que condiciona oportunidades; en las relaciones humanas, que moldean emociones; y en la cultura, que inspira o limita la creatividad. El pasado está lleno de líderes que usaron su poder para edificar y transformar, pero también de quienes lo emplearon para someter y destruir. Desde Julio César hasta figuras contemporáneas, la ambición desmedida ha llevado a conflictos, pero también ha inspirado movimientos de resistencia. No importa cuánto se alcance, siempre hay una cima más alta por conquistar, un rival más fuerte por vencer.

El dominio no solo afecta a quienes lo ejercen, sino también a quienes lo sufren. El pasado demuestra que cuanto más fuertemente se aferra alguien a la autoridad, más rápido se tambalea. Sin embargo, el abuso del impacto no es invencible. Movimientos sociales, revoluciones y reformas han logrado equilibrar el dominio absoluto. Ejemplos como la caída del Muro de Berlín, las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos y las regulaciones antimonopolio contra Rockefeller ilustran cómo la resistencia activa y la movilización social pueden desafiar el abuso de autoridad.

El verdadero reto no es solo identificar a quienes buscan el dominio absoluto, sino diseñar sistemas que promuevan un liderazgo ético y comprometido con el bienestar común. Las democracias sólidas, la educación cívica y la transparencia en la gestión pública, son esenciales para evitar la concentración desmedida de autoridad. Líderes como Nelson Mandela demostraron que la autoridad bien ejercida puede sanar heridas, unir pueblos y abrir caminos hacia la justicia. Sin embargo, la responsabilidad no recae únicamente en los líderes: una sociedad informada y participativa es clave para mantenerlos bajo escrutinio y exigir rendición de cuentas.

El dominio absoluto, lejos de garantizar estabilidad, genera destrucción, tanto para quienes lo ejercen como para quienes lo padecen. Cuando el poder se comparte y se gestiona con responsabilidad, se convierte en un motor de progreso y dignidad. La clave radica en crear estructuras que permitan un ejercicio ético de la autoridad, donde la justicia, la equidad y la transparencia sean pilares fundamentales.

El pasado nos ha mostrado que ninguna opresión es eterna y que la autoridad mal utilizado siempre encuentra resistencia. La pregunta crucial no es solo quién ostenta el dominio, sino cómo la sociedad elige responder. ¿Nos conformamos con la sumisión o exigimos rendición de cuentas? La transformación comienza cuando entendemos que la verdadera autoridad no reside en unos pocos, sino en la voluntad colectiva de construir un mundo más justo. Solo así podremos convertir el poder en una fuerza de cambio real y duradero.

“Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia” (Capítulo XLII. Segunda parte). En esta frase con la que Don Quijote se dirige a Sancho, se puede complementar muy bien el mensaje sobre la responsabilidad y la importancia de un liderazgo ético.

ANTONIO LEAL JIMÉNEZ
25/MAR/25